Cuando pienso en mi padre, ese hombre silencioso, altivo, arbitrario y en extremo irascible casi no lo pienso como mi padre, porque su relación con el mundo era de rechazo y conflicto, a veces incluida su propia familia. Algún sufrimiento muy grande, algo verdadero y definitivo alguna vez lo marcó para siempre o, era una sucesión de heridas que se acumularon en su sangre hasta producirle un hiato que no tenÃa forma de suturar, sólo estar, sólo permanecer, sólo sangrar por esa herida como si fuera única.
Alguna vez habrá tenido "una edad misericordiosa", dijera el "Cholo" Vallejo, para aislar un rasgo de humanidad, alguna vez alguien pudo rescatar un poco esa figura lejana, de presencia siempre esquiva y huraña.
De todos modos no se puede negar que alguna vez tuvo alguna alegrÃa, como por ejemplo cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha fina, como se le decÃa a la recolección del trigo, que comenzaba casi puntual, a principios de noviembre. El, mi padre, iniciaba sus preparativos que comenzarÃan justo un mes después ya que iba a la provincia de Buenos Aires, al "Sur" como gustaba decir. Allà por ser zona un poco más frÃa el trigo se sembraba después y se cosechaba también después como es obvio.
Aproximándose el fin de año, casi a finales de noviembre, mi padre aumentaba su ansiedad, de suyo muy marcada siempre, esperando el telegrama que lo citarÃa para comenzar la cosecha. Eso lo ponÃa en una situación que oscilaba entre la euforia y el malestar, hasta que finalmente el dÃa esperado llegaba y entonces en un horario extemporáneo, llegaba también el eterno cartero, Pepe Faravelli, quien aproximarÃa primero su gorra entre las ramas de las tamariscos, y luego su bicicleta de anchas ruedas italianas y antes de llegar a la vereda alta, cubierta de gramilla pegarÃa el grito:
¡IsaÃasss, telegrama!. Asà estirando la ese final y dándole como con un martillo el acento equivocado.
No resulta para nada relevante aclarar que cuando Faravelli traÃa el telegrama donde la familia Trentini (Albino y Rafael, dos hermanos) lo citaban un dÃa equis en la estación de González Chávez, él, mi viejo sólo tenÃa que cerrar esas dos correas de cuero que abrazaban esa inmensa valija y disponerse a partir.
Esa valija que sólo usaba para esa ocasión y que aún descansa encima de ese gran ropero, ahora para siempre. De esa gran valija traerÃa y nos acercarÃa con un gesto falto de teatralidad, un género para un vestido de mi madre y una camiseta de Rosario Central para mÃ, o un par de botines o una pelota de fútbol. Pero serÃa ya pasadas las fiestas, y muy cerca del dÃa de reyes y a veces regresaba varios dÃas después. A mi padre le gustaba el mar, entonces visitaba a mi tÃo Kelo, quién vivÃa en esa época en Punta Alta y aprovechaba el regreso para visitarlo y darse un chapuzón.
De una de las pocas cosas que se jactó en la vida, una fue ésa: su habilidad para nadar.
No muchas cosas recuerdo de él, y a veces, todo cuanto recuerdo de él es en los mediodÃas cuando mi madre me mandaba a la vereda para ver si venÃa del trabajo, es decir de los galpones de la Cooperativa AgrÃcola Federal, para entonces sà echar los fideos para la sopa cuya agua hervÃa en un gran olla de hierro fundido, sobre la amorosa cocina económica. De lejos lo conocÃa por su caminar a grandes trancos y con la cabeza gacha, mirando el suelo. Forma que hemos heredado con mi hermano y producÃa el fastidio sonriente de nuestra madre que al vernos salir nos recomendaba no mirar al suelo, que no van a encontrar plata, nos decÃa.
Esas cosas recuerdo de mi padre, con mayor insistencia cuando me veo más niño y más desprotegido. Cuando yo era una breve hoja a la intemperie.
Algunas hilachas de recuerdos me lo traen de pronto joven y sonriente subido a una alta cosechadora (para mi recuerdo niño mucho más alta, tal vez, que en la realidad) o, cuando saca unas monedas del bolsillo y me manda a comprarle el diario a la estación del ferrocarril, al paso del tren que venÃa de Rosario e iba hasta RÃo Cuarto. Y allà un canillita hacÃa su reparto desde, una de las ventanillas. Recuerdo que llevaba inmensas pilas de diarios y revistas en los dos asientos enfrentados, los jueves debÃa comprarle también "El Gráfico".
Estaban además los dÃas de caza o de pesca, una aventura inmensa para mÃ, porque andar por el campo me gustaba tanto como a él, aunque yo tuviera que contentarme con mi gomera de espantar pájaros, porque él era muy remiso a dejarme tocar las armas de fuego. Alguna vez permitió que yo tirara con su 32 largo, Orbea, contra alguna lata vacÃa que ponÃamos a manera de blanco sobre el poste de ñandubay que sostenÃa los hilos tensos del alambrado. Arma que mostraba orgulloso a la escasa gente que nos visitaba.
Era un hermoso revólver, que él habÃa comprado con el niquelado en averÃa, pero que habÃa hecho empavonar en la casa Sachetti, de la calle San Luis, en Rosario.
Mi fiel e infatigable perro no se perdÃa estas incursiones que aprovechaba para perseguir todo cuis que se nos cruzara por el camino y revolcarse sobre las osamentas, juntar sobre su pelaje blanco sin prestigio ni heráldica los abrojos, las "cola de zorro" que se le adherÃan inevitablemente. También me subÃa a esos destartalados camioncitos de entonces (de Roque De Vincentis o de Armando Bellini) para acompañar con otros hinchas y alentar al equipo cuando nos tocaba de visitante. Allá Ãbamos eufóricos y volvÃamos felices si ganábamos. Algunos rostros vuelven en ese traqueteo inclemente del vehÃculo por los caminos de tierra, con el polvillo y el sol dándonos en los ojos: Armando Mateucci, FermÃn Castillo, mi tÃo Berto Spagnolo, "Tubito" Barco, Roberto Vega, Roberto Escudero, Justito Pezzino y tantos otros que se tragó el olvido irremediable.
De mi viejo me quedan también algunas frases, que yo repito, cuando viene al caso, siempre citando la fuente como corresponde:
"Se me ató la rama" solÃa decir cuando algo se le complicaba, o "tiene la rueda descentrada" o, "no es muy seguro para la carambola", cuando alguien no estaba en sus cabales o no era confiable.
Sobre todo una anécdota que habÃa leÃdo y siempre repetÃa, cuando venÃa al caso, claro de un boxeador cubano, campeón mundial de los años veinte, que respondÃa al nombre de Kid Chocolate, evidente seudónimo para el ring, y ganó mucho dinero, y al parecer se patinó un millón de dólares de entonces en menos de dos años.
Terminó abriendo coches en la puerta de un hotel lujoso en una calle de Nueva York. Cuando un antiguo admirador, lo reconoció y ante su sorprendida pregunta si era el mismÃsimo ex campeón mundial y qué hacia allÃ, en menester tan humilde. El morocho se encogió de hombros y le dijo con tristeza resignada:
¿Sabe qué pasa amigo? Me enteré tarde que en este paÃs nadie se divierte gratis.
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