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Martes, 22 de diciembre de 2009
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Comienzos que no llevan a nada

Por Homs
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Falta, filigrana que talla el inicio de todas las palabras.

¿Podría convencer al burócrata al que en momentos iba a enfrentar de que él era el hombre idóneo para ocupar el cargo?

En esa pequeña oficina, en la que seguramente debería esperar, había un ventilador de techo girando sobre nadie. La puerta estaba abierta, de todos modos, persona siempre educada, antes golpeó.

Con las manos en los bolsillos, esperando que la quietud del ambiente aminorase el intenso punzó de sus mejillas, intentó no pensar en cuánto necesitaba ese empleo. En tal situación, bastante incómoda por cierto, cayó en la cuenta de lo solo que estaba.

Miré el reloj del bar Olimpo cuando pasé por la esquina.

Las agujas largas y finas, girando sobre plateados números romanos, le pusieron el dato horario al momento.

Faltaban menos de cinco minutos para las nueve de la mañana en esa ciudad árida sin persona a quién encontrar o recuerdo al que recurrir.

Señor, todo esto es francamente disparatado, por usar una palabra suave.

Si bien es cierto que en un principio podríamos atribuir la culpa a mi retraso, no mayor de cinco minutos, todo lo que se desencadenó a partir de eso no creo que tenga razón de ser, motivo, sustento lógico. Y ojo, la falta de sentido me atrae y celebro esa capacidad que tienen algunos de pintar situaciones ridículas en medio de momentos vamos a llamarle normales. Pero cuando el delirio lo toma a uno como carne, ya la cosa cambia, y mucho, mucho señor.

¿Cómo se le ocurre tratarme de esa manera? ¿En qué calle sin salida extravió usted su buena educación?

Su sombra era una estatua tallada en el polvo que flotaba encima de la calle de tierra. El sol acababa con todo y cierta tregua llegaría recién al atardecer, cuando los grifos eternamente envejecidos del camión regador vertieran sobre el camino sus arco iris rotosos.

El riesgo de acabar loco dentro de esos números y números otra vez me empezó a desesperar. Los trazos de esas cifras, el monocromo asfixiado de los contornos, a veces daban pavura.

Sin embargo la pregunta viene a mí con mucha frecuencia. Mientras duró el encierro ¿estuve, o no, a disgusto en esos números?

Vieja respuesta que acude al auxilio de una incierta duda.

Recuerdo perfectamente que cuando logré salir del ocho, ese fue el último número en el que estuve atrapado, un pegajoso viento caliente me hizo caer en la cuenta de cuán horrible se ha tornado el clima entre nosotros.

A los árboles de la casa de al lado les sienta bien el frío. Frente a ellos este jardín, bajo el celo inerte de los cisnes de pórtland, da pena.

Heló a destiempo sobre nuestro vergel devastado.

El invierno tardío quemó las yemas de las flores de los ciruelos y de la poca sustancia que tuvo el sueño restan hilachas con las que se entretiene un perro.

En una oscuridad que apenas si menguaba la estridencia rabiosa de la miseria, el tren, casi a paso de hombre, comenzó a maniobrar por más de cuarenta minutos a la entrada de una estación de ciudad de montaña. De pronto una pequeña multitud de vendedores brotó en los vagones ya atiborrados. El tono penetrante de sus pregones se ensamblaba con el chirrido que de los rieles provenía. Algunos de estos vendedores, presos de una desesperación trágica en una puesta aún más trágica, arrojaban sus mercancías sobre los pasajeros con movimientos casi espásticos. Los niños lloraban, el aire hedía. Cerrando los ojos tan fuerte como pude empecé a añorar el perfume de los jazmines que en enero toman por asalto a los aires de mi tierra. Mi piedad enferma imploraba salir de ese infierno.

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