DÃas pasados, no recuerdo si tres o cinco, si más de diez o menos de veintidós, acaso 17, esa precisión no tiene demasiada importancia; ya que se trata de la cantidad de dÃas que se trate, todos ellos confluyen en ese punto que es el pasado, irrefutable tanto en lo que tiene de buenas como de malas memorias y mucho en esas sombras en el despliegue de los grises. Pues bien, decÃa que dÃas pasados, una terca lluvia me llevó a buscar refugio en un café. Fue al entrar que desde una mesa un señor, que no conocÃa, me invitó a sentarme con él. "A usted le he sentido decir que todo encuentro casual es una cita, y que asà lo decÃa Borges", me dijo. SonreÃ, ya que lo he dicho en tantas ocasiones que era probable que me haya escuchado decirlo. "Pero no es ese el tema del que quiero hablarle, mejor dicho preguntarle. Me refiero a la inteligencia y a su opinión, porque también le he escuchado o lo he leÃdo dando algunas ideas que me gustarÃa que me aclarara". Tomé un sorbo de café corto y traté de contestarle.
Si hablo de la inteligencia, le dije, es probable que haya comprendido que yo no me considero en lo absoluto alguien inteligente. Pero tengo, naturalmente, una verdadera sensibilidad para detectar la inteligencia en aquellos que la tienen y sobre todo en quienes no gustan hacer ostentación de la misma, sino que se la ocultan para utilizarla cuando es conveniente. Tengo y he tenido amigos de gran inteligencia, en algunos momentos tan notoria que era justamente en esos momentos en que deseaban ocultarla y sobre todo distraer al otro. Tal vez porque algunos saben muy bien que creo que la inteligencia es tan sólo una parte de lo que creemos ser y esa parte no es necesariamente la mejor. Si la amistad con esas personas se hace larga, se descubre los mecanismos que utilizan tanto para hacerla visible como para hacerla actuar sin que nos demos cuenta. Las mujeres suelen ser formidables en ese juego, formidables y peligrosas. Le voy a dar un ejemplo: transforman los dÃas en algo parecido a un rompecabezas. Por lo cual lo que en realidad hacen los martes hacen aparecer como que se hace un miércoles. Sin embargo, la inteligencia que tienen, que no deberÃa ser tan envidiable, suele dejar un espacio por el que se puede meter la nariz y observar el juego. Le dirÃa al desconocido del café que me miraba sin hacer el más mÃnimo comentario que por supuesto que trampean más que nosotros, pero si tienen esa condición de la cual intento hablar se las puede dejar que jueguen a lo que quieren y a la vez jugar el juego que uno desea.
El hombre quedó un rato en silencio yo también y entonces me preguntó si la inteligencia resultaba necesaria para comprender lo que alguien podÃa desear comprender. No todo, le dije, pero creo que sà en la mayorÃa de las cosas. Además, la inteligencia no se dirige tan sólo a una cosa: si se es inteligente, se lo es para todo y no tan sólo para ciertas cosas: uno puede escribir un poema, un artÃculo periodÃstico, hacer un dibujo y hasta intentar hacer alguna artesanÃa. La inteligencia es de gran ayuda, pero no necesariamente lo que nos ayudará a salir de algún atolladero. Aquellos que son muy inteligentes se pierden en el camino. Y hay cosas esenciales del vivir para las que la ayuda de la inteligencia no es determinante. El hombre me dice que ahora serÃa necesario una caña o tal vez una grapa. La acepto. Les pide y me pregunta sobre el pucho: "DÃas pasados lo escuché hablando sobre algunos libros que apunté ya que ese tema creo que es el mÃo. Habló, corrÃjame si me equivoco, sobre "Pequeño panteón portátil" de Alan Badiou; también de "Filósofos en la tormenta", de Elizabeth Roudinesco y creo que de un libro sobre "Los modernos" de Jean Paul Aron. Todos libros dedicados a la filosofÃa y sus relaciones con otros aspectos del saber. Usted no tiene mayores relaciones, que yo sepa, con la filosofÃa.
Entonces: ¿cómo hace para leer sobre esos temas, y comprenderlos?. Le respondo que tiene razón, que la historia de esas relaciones con la filosofÃa es larga, pero también para resumirla le dirÃa que pude leer sobre esos temas porque muchos de esos libros tienen una formidable dosis de poesÃa. No son libros de poesÃa, pero la creación poética se encuentra en ellos. Le confieso que no sé si llego a entenderlos, pero el placer que esas lecturas me producen es tanto que me gustarÃa hacerlo visible en los otros y que esos otros la compartan. HacÃa tiempo que no tenÃa una charla tan larga en un café con alguien que parecÃa que compartÃamos lo que una charla puede significar si se da de esa manera, de pura chiripa, porque la llovizna es terca y ese dÃa en particular hasta se despertó la mente, quiero decir la memoria, entre otras cosas, la sensación de que en el fonda los seres humanos compartimos una supervivencia muy particular como la que sobreviven los cocodrilos, las cucarachas, las hormigas o las ratas, nuestros hermanos menos hipócritas. La charla, la conversación, iba a terminar, no tanto la llovizna, que persistÃa. Y sin que tuviera nada que ver le dije a mi interlocutor del cual nunca llegaré a saber sino aquello que trato de adivinar, que habÃa conseguido una edición de algunos ensayos de Montaigne traducidos y comentados por MartÃnez Estrada y que todavÃa sentÃa el deseo de ser Montaigne. Pero fue lo suficiente ese disparador para que todo el mundo del pasado se me viniera encima y dejara bastante más atolondrado de lo que soy. Qué lástima que esto se termine, le dije al señor que (ahora recuerdo) tenÃa anteojos, que habÃa dejado un paquete de Particulares sin filtros sobre la mesa y que me contestaba: "No se preocupe, seguro nos vamos a volver a ver. Tengo que volver a buscarlo. Eso no me hace feliz, pero cuando me manden lo encontraré. Sea donde sea, por estos lugares o vaya a saber por dónde. Hasta podrÃa ser en Ispahan". Se fue levantando de la silla y agregó: "Tomé, le dejo este recuerdo". Me dio una pequeña edición de unos escritos de Baudelaire editado por Torres Agüero con un prólogo de Roger Pla. Yo querÃa mucho ese libro, sobre todo porque se lo habÃa regalado a ella, que se habÃa olvidado de ese libro y de aquella época que se lo regalé y que leÃmos en un hotel más viejo imposible; lo que sentÃamos hizo que el libro quedara olvidado, aunque ella lo fue a buscar la mañana siguiente. A mi me dejó y debo estar en ese hotel esperándola. Aunque parece una contradicción estar olvidado en ese hotel y escribir estas lÃneas al mismo tiempo. Tal vez se trate de la ventaja de no ser demasiado inteligente.
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