Donde termina la calle Juan de Garay está (aún subsiste muy deteriorada) esa casa pintada de rojo muy pálido casi rosado, que tiene esas arcadas -extrañas en el pueblo con su galerÃa al norte.
Allà supo vivir Hugo Ruiz, quien nos saludaba al atardecer casi noche, cuando salÃa del "Ramos Generales" del Cholo Belluschi, con su botella de tinto en la mano derecha y el "Fontanares" humeando en la izquierda, ceremonioso, con un gesto imperceptible, moviendo apenas la cabeza, antes que las sombras lo devoraran del todo, y nos saludaba, a nosotros, esa barrita pertinaz y bullanguera que persistÃa en la esquina donde se cruzaban todas las mariposas del mundo en los mediodÃas de enero, con un sol quebrador de cabezas. Esas mariposas que sin piedad corrÃamos, en una competencia asesina, con grandas ramas de tamarisco que le hurtábamos al cerco del viejo Pichichello. Aunque el "Ramos Generales" de Rogelio Belluschi estaba a media cuadra, nosotros nos citábamos allÃ: en la esquina del "Cholo", como repetimos hoy los pocos sobrevivientes que nos encontramos en el bar del Club. Algunos como "Toto" MÃguez, con su auténtica pertenencia, otros como Miguel o "El Nene" Croatto, si bien del barrio, eran muy chicos en ese tiempo para compartir con los más grandes ese lugar, o cualquier otro. En rigor, Miguel o "El Tigre", cuando pequeño, vivÃa en el "establecimiento rural", como se refiere a su chacra no sin un dejo de ironÃa. Iba a escribir en algún momento "aquella barrita del verano", pero a decir verdad no serÃa correcto enunciarlo asÃ, pues estábamos todos los dÃas del año allÃ, o tirados en la gramilla, o jugando un picado, o en dÃas de lluvias feroces entre el barro, jugando a los botecitos en los hondos zanjones que desaguaban ese lÃquido amarronado que arrastraba hojas podridas de árboles en otoño, y en verano gorriones y mariposas muertas.
En realidad cuando pienso en todo aquel tiempo tan remoto, no puedo evitar hacerlo con un poco de idealizada nostalgia, por lo que tenÃa de inventiva y de libertad, pero se limitarÃa con los años, cuando la adolescencia pujara con su nuevos requerimientos, sus desconocidos deseos y el ansia inabarcable de salirse de ese recoleto y limitado fervor del pueblo que ya no nos contenÃa de ninguna manera.
Asà que, cuando pongo a rodar con lujuriosa alegrÃa aquella convocatoria al recuerdo, lo hago con la Ãntima salvedad de que trabajo con las hilachas sueltas de un sueño que está sostenido por un minuto de deseo y tierra firme, nueve minutos de algo que puede ser real, y el resto es todo ruina y ceniza, invención de la huella que deja algo parecido al recuerdo.
La unión de esas dos calles entonces de tierra, que treinta años después nos enteramos que se llamaban Juan de Garay (por ella vivÃan; los MÃguez, los Correa, los López, los Sánchez, los Balquinta, los Escudero, los Mansilla, los González y yo, sobre Nicolás Avellaneda, enfrente del inefable "Gordo" Spina, a quien llamaban "El pobre", padre del Ricardo, de quien soy amigo desde entonces. Mi calle en ese tiempo desembocaba en maizales y alfalfares ya que no pasaba la ruta y remataba en la casa de don Juan Peralta, cuya hija MarÃa Antonia pasaba cantando el pasodoble "Doce cascabeles", todas la mañanas hacia la escuela.
La simpleza de aquellos años era de una abrumadora modestia, como que nuestra pobreza era digna, sin necesidades pero tampoco un mÃsero lujo, eso sÃ, tenÃamos en nosotros los sueños más grandes del mundo.
Estar en ese lugar, en esa esquina, era en esos tiempos remotos como "estar en el mundo", una forma indentificatoria de todas esas cabecitas rapadas, esos pies generalmente descalzos, en especial en los dÃas plácidos del verano en que el polvo suelto de las calles quemaba como brasa, pero nosotros habÃamos aprendido a sortear ese inconveniente pisando solamente la corta gramilla, que era profusa y descuidada del fervor comunal por entonces. Cuando llovÃa en verano era el jolgorio, previo permiso paterno para quitarnos las alpargatas o las modestas "Pampero", de suela de goma, de una lona azul y sufrida, salÃamos chapaleando barro y nos sumergÃamos en esos zanjones hondos, donde el agua a veces nos llegaba a la cintura, y siempre nos consumÃa hasta las rodillas en esa correntada barrosa que iba hacia los campos vecinos en especial hasta la Cañada próxima que era la del "Gordo" Compañy.
Como nos pasábamos muchas horas allÃ, veÃamos pasar la vida humilde del barrio y saludando con todo respeto a esos pacÃficos hombres que iban y venÃan del trabajo, a esas mujeres con sus bolsas de compras, camino al "Ramos generales" que con el apodo de su dueño nominábamos la esquina, esas mujeres que se detenÃan con sus niños pequeños, sus bolsas y a veces sus embarazos y sus chismes, a parlotear sin apuro entre vecinas del populoso barrio "El jazmÃn" de ese tiempo un poco más movido, tal vez, seguramente más emotivo y remoto.
Entre los borrachos que salÃan haciendo eses del negocio del "Cholo" -debo aclarar que también allà fungÃa un "despacho de bebidas" habÃa alguno muy simpático como Pablito Becerro, quien de vez en cuando se quitaba las alpargatas, se arremangaba los pantalones y se entreveraba en un picado con nosotros. Habilidad no le faltaba, al contrario, pero se quedaba sin aire muy pronto y entonces le quitábamos con suma facilidad la pelota que tan hábilmente manejaba con las dos piernas. Vi jugar a sus dos hermanos mayores; Pedro y sobre todo Juan, a quien llamábamos "Juicho" que tuvo una dilatada carrera en el Huracán, cubriendo casi todos los puestos.
Como estas historias absolutamente olvidadas, remotas y sólo importantes al ejercicio obsesivo y ritual de mi memoria existieron en un pueblo pequeño de la llanura santafesina, corazón de la pampa gringa como quien dice, sucedieron cuando no existÃa el asfalto, la bocacalle con sus grandes zanjones se salvaban con esa laja de cemento que la comisión comunal fabricaba ad hoc y ponÃa allÃ, a veces sobre un pilar de ladrillos con cemento y la mayor parte "a la que te criaste" sobre la zanja de tierra.
Desde esa esquina veÃamos perfilarse la silueta amistosa y querible de Pablito Becerro, quien ensayaba un amago de tango como para esquivar esa laja por si ella pudiese escaparse y cuando la "engañaba" convenientemente luego de repetir ese gesto insólito en otro que no fuese él, levantaba los brazos como saludándonos, antes que el aplauso y los vÃtores estallaran en la noche calurosa, pletórica de sapos, escarabajos y perros vagabundos que pasaban rápido por la esquina perseguidos por nuestro veloces cascotazos sobre sus lomos famélicos.
A veces pienso que en esos gestos hoy olvidados, tal vez se coló una milésima de eternidad y nosotros no supimos enterarnos, porque aún era temprano y cuando lo supimos era demasiado tarde como siempre sucede en estos casos, se sabe.
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