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Viernes, 22 de enero de 2010
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La ciudad al fuego

Por Bea Suárez
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"...Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando el buque varado..."

El amor en los tiempos del cólera. García Márquez.

La ciudad, cenicienta hacia enero, da señales prematuras para un año que viene. Se dibujan girasoles con ráfagas precarias de vientos caribeños, Rosario va contra la certidumbre del verano, lenta, vacía, en inútil batalla con comercios dormidos.

Se achica, liga su brea a los pocos autos, caen telegramas de cerveza, las semanas corren sin fondo; Rosario parece en cuarentena por la pestilencia del Paraná que no para de crecer, el verano la frena como frenados quedan los buitres ante ciertas presas.

Camino calle Salta, doblo por Entre Ríos, tomo Tucumán, viro en Sarmiento, llego al fuego misericordioso de la peatonal donde para navidad se ofertaban hasta hijos, un litoral en la memoria trae a la Chicago del invierno donde parece mentira esta quietud, este santuario a la que volverá después de marzo.

Estremecida por la presencia física de dioses que trabajan, miro las oficinas públicas, algunas corbatitas, vendedores con gorra; en un momento pienso que pasó ya el peligro, que la Bolsa, la subida del dólar, las cuentas, los embargos, siguieron el recrudecimiento alarmante de la cuenca del río.

Pasa, con buen talante y pocos colectivos, pasa Rosario por el número dos mil diez. Teje una terapéutica para sus cañonazos de mosquitos, parece inverosímil un lunes a las diez, se oye, se escucha, se puede hablar en Paraguay y Rioja.

Vemos por la tele el terremoto de Haití y ahora somos nosotros el paraíso, cambió la cosa, ellos con sus playas ahora tienen esa desgracia tan enorme que espanta y conmueve mientras nosotros estamos secos con los relámpagos quietos y un silencio de mármol.

Pongo mi oreja contra la piel de Rosario, escucho su pecho, luego la espalda, con una espátula pinto su cordura, la exposición de tranquilidad exagerada. Mastico un chicle.

Y mi corazón, más que nunca, está acá, fumigado por su olor, destapado.

Y tal vez contento.

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