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Jueves, 28 de enero de 2010
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Todo el verano era nuestro

Por Jorge Isaías
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Ese verano habíamos tomado la costumbre -a falta de piletas o ríos o arroyos cercanos de bañarnos en un tanque australiano, de un campo cercano al pueblo. No recuerdo el nombre de su dueño pero sí el del "Charaí", por una anécdota que aquí mismo habré de relatar. Es probable que haya sido en los campos más cercano que la entonces existente "Estancia Maldonado", tal vez, aventuro, cercano al lote que llamaban "El veintidós", donde ahora está "Puerto Martín", allí había una laguna que un puente de madera cruzaba, donde en épocas de crecida se juntaba una cantidad impresionante de mojarritas, que hasta se podían pescar con solo meter la mano. Manjar fritado por madre diligente en las noches que caíamos con los bolsitos repletos.

La neblina de los años obtura con suficiente espesor como para que pueda ser preciso, y, el meticuloso que nunca falta me puede ubicar esa laguna en otra parte, aceptemos provisoriamente que yo escribo sobre una verdad relativa y sólo con las hierbas al viento de mi memoria.

Recuerdo de todos modos que ese verano las luz era distinta, tal vez porque era el último que pasaría en el pueblo, ya que había decidido venirme a estudiar. Decisión no exenta de temeridad porque era sólo mía, pero yo en ese tiempo tenía una confianza en el futuro del país y del mundo, que la realidad me haría pagar con creces, pero esa es otra historia que debe ser analizada en otra circunstancia, lo cierto es que yo partía de una exagerado amor propio y confianza en mí mismo, cuyo fundamentos partían de un contexto pueblerino pequeño y de mis escasos y totalmente inexpertos diecisiete años.

Hecha esta digresión, que no es tal, porque yo quiero atribuir aquella luminosidad del verano a algo superior al sol, a la explosión del verde en todos los montes arbolados de entonces que rodeaban al pueblo y de la invasión amarilla de mariposas, y los "picados" en la cortada de gramilla jugadas al atardecer con todo entusiasmo y el billar o el truco o el ajedrez, en el Club, al anochecer, en fin, todo esto no era más que la vida pugnando por florecer y expandir en actos que concretaran tanta ilusión que se compartía con los amigos de ese tiempo lejano y totalmente inaprensible como el agua veloz se escurre entre los dedos.

Más difícil se me torna recordar a aquellos compañeros de incursión hasta aquel tanque australiano que oficiaba -a falta de algo mejor de pileta de natación.

Al día de hoy me resulta un misterio saber si nos reuníamos en algún lugar con nuestras bicicletas para ir hasta allí. Algo es seguro: íbamos casi todos los días luego de almorzar y no pasaríamos de media docena. Los hermanos Oscar y Raúl Blanco, Carlos Luquese, Juancito Alderete, y con seguridad, Antonio Leone, el entrañable, el infortunado Antonito, por lo que relataré después.

Antes escribí que ese verano era distinto y traté de explicar que se debía a mi optimismo de entonces, optimismo que era incentivado por una ilusión que a pocos días se transformaría en certeza. Porque mientras íbamos pedaleando hacia nuestro chapuzón cotidiano nos cruzábamos con los mismos o similares pájaros de siempre, con los mismos tamberos con sus tarros y sus carruajes tirados por cuatro caballos, esos percherones que trotaban con sus colas cubiertas de abrojos, sus remos gruesísimos cubiertos de barro y el belfo babeante que moja el "bocado" arremetiendo al latigazo del conductor que debe entregar la leche a tiempo en la cremería. Nos cruzábamos con ellos y nos saludaban con esos rostros morenos, hechos a todos los soles y a todos los vientos y a todas las intemperies que hostigaban trabajo tan duro. La mayoría nos saludaba con una gravedad rayana en la indiferencia, pero los más jóvenes nos gastaban alguna broma que no excluía la envidia de vernos tan libres, tan sueltos en esas inserciones natatorias y refrescantes que nos mitigaba tanta canícula.

Esta rutina, esta inmersión en tan improvisado balneario se iba cumpliendo con el correr de los días, y el recreo se cumplía varias horas hasta que, al caer el sol, cerrado ya amagaba con transformarse en víbora o fuego rasante, asabanando los pastos, pegábamos el regreso, chanceando o corriendo carreras hasta la entrada del pueblo.

Pero un día, cuando estábamos en pleno jolgorio náutico, vimos a pocos pasos del tanque y nuestra alegría, acercarse al galope un jinete haciendo chasquear el látigo, peligrosamente en el aire y casi sobre nuestras desprevenidas cabezas. Salir apresuradamente con las ropas que estaban al costado del vástago del proletario molino de viento y correr como para una justa de atletismo fue sólo una. Como dejábamos las bicicletas en la calle, debíamos correr todavía un poco más de cien metros, que nos separaban de esa cinta de polvo salvadora. El jinete tan entusiasta y encarnizado en hacernos batir el lomo a lonjazos no era otro que un tambero, que llamaban "El Charaí", mezcla de encargado y alcahuete del campo en cuestión, Para zafar de tan peligrosa persecución saltamos un alambrado, y en el otro potrero (si bien lleno de cardos) ya estuvimos a salvo de su énfasis represor. Saltamos en las bicicletas y yo tomé la delantera hasta que al doblar en el último callejón, que nos llevaba hasta el pueblo, vi un ciclista empeñoso, en una bicicleta de un rodado menor que la mía, con la evidente desventaja en que lo ponía el hecho de ser de mujer, ya que era más lenta, y cuando giré el rostro para ver quien era el dueño de esas piernas que pedaleaban sin piedad y con denuedo, vi el rostro de Antonito Leone, que ni me miró cuando se fue alejando del grupo, a quien recién alcanzamos cuando nos esperó para entrar todos juntos en la última calle del pueblo, garantía de nuestra seguridad. El susto no fue óbice para que algunas semanas después intentáramos tan riesgosa aventura, pero con seguridad teníamos la alegría vedada y bañarnos por turnos, mientras uno hacía de "campana", quitaba libertad a nuestros gestos al que en ese tiempo dábamos un valor absoluto.

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