Ese verano habÃamos tomado la costumbre -a falta de piletas o rÃos o arroyos cercanos de bañarnos en un tanque australiano, de un campo cercano al pueblo. No recuerdo el nombre de su dueño pero sà el del "CharaÃ", por una anécdota que aquà mismo habré de relatar. Es probable que haya sido en los campos más cercano que la entonces existente "Estancia Maldonado", tal vez, aventuro, cercano al lote que llamaban "El veintidós", donde ahora está "Puerto MartÃn", allà habÃa una laguna que un puente de madera cruzaba, donde en épocas de crecida se juntaba una cantidad impresionante de mojarritas, que hasta se podÃan pescar con solo meter la mano. Manjar fritado por madre diligente en las noches que caÃamos con los bolsitos repletos.
La neblina de los años obtura con suficiente espesor como para que pueda ser preciso, y, el meticuloso que nunca falta me puede ubicar esa laguna en otra parte, aceptemos provisoriamente que yo escribo sobre una verdad relativa y sólo con las hierbas al viento de mi memoria.
Recuerdo de todos modos que ese verano las luz era distinta, tal vez porque era el último que pasarÃa en el pueblo, ya que habÃa decidido venirme a estudiar. Decisión no exenta de temeridad porque era sólo mÃa, pero yo en ese tiempo tenÃa una confianza en el futuro del paÃs y del mundo, que la realidad me harÃa pagar con creces, pero esa es otra historia que debe ser analizada en otra circunstancia, lo cierto es que yo partÃa de una exagerado amor propio y confianza en mà mismo, cuyo fundamentos partÃan de un contexto pueblerino pequeño y de mis escasos y totalmente inexpertos diecisiete años.
Hecha esta digresión, que no es tal, porque yo quiero atribuir aquella luminosidad del verano a algo superior al sol, a la explosión del verde en todos los montes arbolados de entonces que rodeaban al pueblo y de la invasión amarilla de mariposas, y los "picados" en la cortada de gramilla jugadas al atardecer con todo entusiasmo y el billar o el truco o el ajedrez, en el Club, al anochecer, en fin, todo esto no era más que la vida pugnando por florecer y expandir en actos que concretaran tanta ilusión que se compartÃa con los amigos de ese tiempo lejano y totalmente inaprensible como el agua veloz se escurre entre los dedos.
Más difÃcil se me torna recordar a aquellos compañeros de incursión hasta aquel tanque australiano que oficiaba -a falta de algo mejor de pileta de natación.
Al dÃa de hoy me resulta un misterio saber si nos reunÃamos en algún lugar con nuestras bicicletas para ir hasta allÃ. Algo es seguro: Ãbamos casi todos los dÃas luego de almorzar y no pasarÃamos de media docena. Los hermanos Oscar y Raúl Blanco, Carlos Luquese, Juancito Alderete, y con seguridad, Antonio Leone, el entrañable, el infortunado Antonito, por lo que relataré después.
Antes escribà que ese verano era distinto y traté de explicar que se debÃa a mi optimismo de entonces, optimismo que era incentivado por una ilusión que a pocos dÃas se transformarÃa en certeza. Porque mientras Ãbamos pedaleando hacia nuestro chapuzón cotidiano nos cruzábamos con los mismos o similares pájaros de siempre, con los mismos tamberos con sus tarros y sus carruajes tirados por cuatro caballos, esos percherones que trotaban con sus colas cubiertas de abrojos, sus remos gruesÃsimos cubiertos de barro y el belfo babeante que moja el "bocado" arremetiendo al latigazo del conductor que debe entregar la leche a tiempo en la cremerÃa. Nos cruzábamos con ellos y nos saludaban con esos rostros morenos, hechos a todos los soles y a todos los vientos y a todas las intemperies que hostigaban trabajo tan duro. La mayorÃa nos saludaba con una gravedad rayana en la indiferencia, pero los más jóvenes nos gastaban alguna broma que no excluÃa la envidia de vernos tan libres, tan sueltos en esas inserciones natatorias y refrescantes que nos mitigaba tanta canÃcula.
Esta rutina, esta inmersión en tan improvisado balneario se iba cumpliendo con el correr de los dÃas, y el recreo se cumplÃa varias horas hasta que, al caer el sol, cerrado ya amagaba con transformarse en vÃbora o fuego rasante, asabanando los pastos, pegábamos el regreso, chanceando o corriendo carreras hasta la entrada del pueblo.
Pero un dÃa, cuando estábamos en pleno jolgorio náutico, vimos a pocos pasos del tanque y nuestra alegrÃa, acercarse al galope un jinete haciendo chasquear el látigo, peligrosamente en el aire y casi sobre nuestras desprevenidas cabezas. Salir apresuradamente con las ropas que estaban al costado del vástago del proletario molino de viento y correr como para una justa de atletismo fue sólo una. Como dejábamos las bicicletas en la calle, debÃamos correr todavÃa un poco más de cien metros, que nos separaban de esa cinta de polvo salvadora. El jinete tan entusiasta y encarnizado en hacernos batir el lomo a lonjazos no era otro que un tambero, que llamaban "El CharaÃ", mezcla de encargado y alcahuete del campo en cuestión, Para zafar de tan peligrosa persecución saltamos un alambrado, y en el otro potrero (si bien lleno de cardos) ya estuvimos a salvo de su énfasis represor. Saltamos en las bicicletas y yo tomé la delantera hasta que al doblar en el último callejón, que nos llevaba hasta el pueblo, vi un ciclista empeñoso, en una bicicleta de un rodado menor que la mÃa, con la evidente desventaja en que lo ponÃa el hecho de ser de mujer, ya que era más lenta, y cuando giré el rostro para ver quien era el dueño de esas piernas que pedaleaban sin piedad y con denuedo, vi el rostro de Antonito Leone, que ni me miró cuando se fue alejando del grupo, a quien recién alcanzamos cuando nos esperó para entrar todos juntos en la última calle del pueblo, garantÃa de nuestra seguridad. El susto no fue óbice para que algunas semanas después intentáramos tan riesgosa aventura, pero con seguridad tenÃamos la alegrÃa vedada y bañarnos por turnos, mientras uno hacÃa de "campana", quitaba libertad a nuestros gestos al que en ese tiempo dábamos un valor absoluto.
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