A Rubén Tealdi
Tal vez el accidente se produjo porque yo no sabÃa hacia donde iba, quiero decir, iba hacia el estudio donde pasaba la mayor parte de mis dÃas, pero sin pertenecer a él. Tal vez por eso, lo primero que recuerdo es mi pierna torcida, el sentimiento absurdo de que ese sábado no podrÃa ir a fútbol y enseguida, un dolor tremendo en el costado que me hacÃa difÃcil respirar y me convencÃa de que en ciertos momentos no me costarÃa morir.
Lo demás fue lo usual de esos casos, la ambulancia, el decadrón y ese olor del sanatorio, donde horas después yacÃa en una habitación compartida con un hombre de bastante edad, que dormÃa la mayor parte del tiempo. Según los médicos, debÃan esperar para decidir qué hacer, si debÃan operar o solamente enyesarme y como era viernes, debÃa permanecer por lo menos todo el fin de semana y quizá algo más.
Por suerte, después de las visitas que distrajeron la tarde, retorné a los libros que mi mujer previsoramente me habÃa traÃdo. De tanto en tanto, miraba hacia la cama del costado donde mi ocasional compañero dormÃa la mayor parte del tiempo, tornando perfecta la soledad que me permitÃa disfrutar las objeciones de Kierkegaard a la filosofÃa de Hegel, sin la interrupción banal de mi trabajo.
Cerca de la medianoche, una muchacha de aspecto sencillo entró en la habitación, me saludó con voz muy baja y se sentó al lado de mi ocasional compañero. Cuando el hombre repentinamente se enderezó sobre su cama, la muchacha rápidamente lo contuvo: "No se mueva, padre, no se mueva, se le va a soltar el suero". "SÃ, señorita", respondió el hombre. Me sorprendà hasta tal punto que no pude contener una pregunta: "¿Se tratan de usted". En realidad, lo que me intrigaba era lo de señorita. La muchacha me contó que era su padre y que habÃa perdido totalmente la memoria Hacia muchos años que estaba internado en el Gerontocomio Municipal, de donde, por algún descuido, se habÃa alejado. Después de unos dÃas lo encontraron, debilitado por la falta de alimentación y el rigor de la intemperie y lo trajeron al sanatorio.
Con un cierto pudor prosiguió contando su historia: "VivÃamos con mi madre y mi hermana, pero por necesidad yo fui a trabajar cama adentro como doméstica. Mi hermanita murió y al poco tiempo, también murió mi madre, siempre pensé que de tristeza, vio... Para colmo, yo contraje el mal de Chagas, si no fuera por mis hijitos, no me importarÃa. Pero, bueno, desde ese momento mi padre se perdió, no reconoció más a nadie, ¿sabe? ni siquiera a mÃ, asà que no sé".
Se quedó en silencio, tal vez recuperando en su decir, el brutal ensañamiento de la vida. No pude menos que detenerme en la fatiga de su rostro, en su mirada triste y su gesto agotado, mientras acomodaba suavemente a su padre que seguÃa diciendo a cada frase suya "sà señorita", en tanto el olvido fluÃa con el convencimiento gris de no despertarlo de su sueño para evitar otras caÃdas en la región sin canto de una extrema pobreza. Pasado un momento la muchacha agregó, como pensando a media voz: "No sé por qué pero aquà estamos los dos"
La declaración me tocó por su intensidad conmovedora, por su aceptación implÃcita de ser para la muerte. Recordé un texto de Heidegger en el que se explicita que sólo el hombre tiene conciencia de su ser y de su existencia y que esta puede ser auténtica o inauténtica, y ahora, en medio de una noche abierta al enorme poder de la nostalgia, yo vivenciaba todo, esto gracias a una muchacha arrojada a la semipenumbra de la vida. Una muchacha que atisbaba la muerte más cercana o más certera, puesto que su mal era incurable. No era la letra de un libro, la escansión de un verso bellamente logrado, no, era una voz humildemente humana, cuya enunciación era un jadeo que sumerge en la duda la supuesta intención de lo creado. Pensé si era posible extraer de ese trozo de existencia algo que justificase la irrupción imprevista de un absurdo estar ahÃ, oscilante en la memoria que insiste perforando al infinito, o el olvido germinando en la extrañeza de una noche que se tornaba doblemente oscura. Doblemente oscura porque yo era arrojado a una parte olvidada de mà mismo, esa parte de mà mismo que pertenecÃa a la clase relegada, a la masa, como se suele decir, desestimando las voces inaudibles de un constante reclamo.
Por decir algo, le pregunté a la muchacha por su apellido y me dijo Olmo. En medio de la emoción que descendÃa de mi oÃdo, recuperé al digno labriego de Novecento, Dalco Olmo, que muere bajo la sombra de un árbol y al Olmo centenario de un viejo poema de Machado, cuyos versos internamente repetÃ. La memoria me aferraba nuevamente para atenuar la opresión de lo real. Traté de retornar a mi lectura pero no pude. Decidà dormir y mi sueño se rodeó de imágenes que actualizaban el precario suburbio de mi infancia y a su gente desafiando el avatar de la pobreza. SÃ, esa pobre muchacha inesperada en medio de mi noche, lograba conmover el deslizamiento burdamente complaciente de mi existencia. No compartà con ella más que el perÃodo de unas frases arrojadas al pasar, sin saber que su voz y sus palabras retornarÃan a mà cuando un desgarro avivara mis heridas.
El martes siguiente, el médico me dio la alegre noticia de que me iba a mi casa, después de que me enyesaran la pierna. HabÃa tenido suerte, porque el accidente habÃa sido grave. El viejo Olmo todavÃa persistÃa allÃ, pero unos dÃas después cuando volvà para llevarles un obsequio a las enfermeras, fui a la habitación y ya no estaba. Pregunté por él y me dijeron que habÃa regresado al Gerontocomio Municipal. Pensé en ir, en realidad sin saber para qué ni por qué. En definitiva, al poco tiempo me quitaron el yeso, las consecuencias del accidente quedaron en el olvido y yo volvà a mi vida habitual, la de costumbre: unas pocas horas en la docencia y la mayor parte del dÃa en el estudio de publicidad, en el cual intentaba a duras penas, conformarme en él o por lo menos atenuar la sensación intermitente de ser un extranjero.
Dos años más tarde, una antigua colega, me ofreció unas horas en un colegio secundario muy humilde que estaba a dos cuadras del estudio. Estaba por negarme, cuando me dijo: "La escuela se llama Salvador Mazza, el médico que combatió el mal de Chagas". No quise ser terminante y le pedà unos dÃas para pensarlo. Es increÃble cómo ocurren las cosas, a veces parece haber una continuidad secreta que impulsa nuestras decisiones. Pedà permiso para salir del estudio y me dirigà hacia la escuela con la convicción de comunicar mi negativa, pero a poco de llegar me crucé con un anciano de aspecto desvalido, que se acercó y me dijo: "Estoy perdido, necesito regresar a mi casa. Un vecino me indicó con una sonrisa indulgente que el anciano vivÃa a dos cuadras de allÃ. No vacilé en acompañarlo hasta una casa muy humilde donde unos niños jugaban con una pelota de trapo. El abuelo está aquÃ, gritó uno de ellos. Una mujer agraviada por los años salió a recibirnos y me explicó, con tÃmida vergüenza que mi padre cada tanto se pierde, los médicos dijeron que es propio de algunos viejos. No sabÃa qué hacer para agradecerme, pero le expliqué que debÃa retirarme. Retrocedà sobre mis pasos y enseguida, leà el nombre de la escuela en un portón rudimentario y un tanto maltrecho. Titubeé; pero una voz dentro de mà repitió: "No sé por qué pero aquà estamos los dos". Volvà al estudio, donde alguien me preguntó de dónde venÃa. Algo reconocible de mi origen irrumpió de repente. "Vengo de la Mazza" le respondà y en ese momento, incluso sorprendido de mi propia respuesta, supe que habÃa hecho bien en aceptar.
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