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Viernes, 26 de febrero de 2010
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HOMO GALLINACEUS

Por Sergio Gioacchini
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La casa estaba ubicada sobre una avenida de barrio. Tenía una oscura fachada grisácea, con pequeñas plantas creciéndole sobre su corona que realzaban lo triste de su aspecto. El único ocupante era un descendiente de los originales propietarios y vivía en la más absoluta soledad y reserva, sin hacerle el más mínimo mantenimiento.

Los vecinos veían con desagrado la presencia de esa propiedad tan sucia y abandonada en pleno centro comercial. A un costado se levantaba uno de esos monstruosos supermercados que amenazan con llevarse toda la ciudad por delante y, a su izquierda, una casa de delicatessen. La asociación de comerciantes de la zona estaba queriendo embellecer las aceras para que todo el lugar se viera más atractivo para los compradores. Los frentistas se habían puesto de acuerdo en aportar lo suyo para que se le pusiera arbolitos, luces de farol muy modernosos y algunos bancos acompañados con grandes maseteros a sus lados. Pero estaba el problema de "la casa". En otras oportunidades se le había sugerido al propietario de que, al menos, blanqueara el frente; pero les había respondido a través de una ventana, que lo dejaran en paz.

Angel Azcoaga, nombre del propietario, vivía en la casa desde su nacimiento. Tenía en la actualidad casi setenta años pero, como buen descendiente de vascos, era de contextura fuerte y llevaba una vida sana. Cultivaba en los fondos su propia comida; tenía gallinas, pavos y gansos. Además poseía un palomar inmenso, construido con cúbicas latas de galletitas de los sesentas. Su vida estaba dedicada a la quinta y a garabatear largos textos en los que describía la vida en comunidad con sus plumíferos animales. Era una especie de etólogo intuitivo, una persona con una riqueza espiritual intensa, aunque tantos años de soledad y de conversar con aves le habían traído aparejado una especie de locura sana, pero visible. La gente del barrio sabía que proveía de huevos a algunas granjitas de la zona, pero no estaba del todo segura cómo hacía para pagar sus impuestos.

Angel, en esencia, vivía feliz. No necesitaba del mundo exterior. Hacía años que le habían cortado los suministros de gas y luz, y se las había arreglado con garrafas o leña para iluminarse en los pocos momentos de oscuridad que permanecía despierto. Vivía durante el día, dormía durante la noche.

Pero la fuerza de un grupo de personas empeñadas en conseguir sus objetivos económicos hace que cualquier lucha individual sea una contienda perdida de antemano, sobre todo si ese grupo maneja capitales importantes. Se pensó en hacer una denuncia al municipio, pero en realidad no había una base sólida para argumentar el desalojo. Legalmente era imposible. Parecía que nadie podría mover a Azcoaga de su propiedad.

Sin embargo, dos de ellos continuaron la charla en un café y de esa charla saldría la estrategia de erradicación. El plan trazado -y secreto, por supuesto- era el de intimidar al pobre infeliz. Iban a meterle miedo y sobre esas cuestiones, Martiarena, dueño de la cadena de supermercados, sabía un montón su pasado se remontaba hacia oscuros períodos de la represión, dinero confuso, armas de fuego.

La historia de Angel Ascoaga podría haberse resumido en una carilla. Había nacido en esa casa. Su escuela fue una institutriz. Sus padres sólo supieron dilapidar el resto de la fortuna familiar. Hicieron vida social en Buenos Aires, donde se reunían con otras personas de la colectividad. Angel se quedaba en la casa con la alcohólica mujer que le enseñaba cosas de este mundo, llegándole a mostrar partes de la vida que no tenían nada que ver con escribir o sacar cuentas. De pequeño comenzó a hablar con los animales y para él fueron sus más preciados compañeros. Construía un árbol genealógico de sus aves y conservaba la documentación en un armario abarrotado de papeles viejos.

Los matones que Martiarena mandó irrumpieron en la casa de Angel y lo encontraron durmiendo en cuclillas sobre un palo de su gallinero. No pudieron contener el asombro ni las risas. Sin embargo, la lucha contra un centenar de animales enfurecidos que tienen picos y garras con los que maltratar a sus contrincantes, es algo de temer.

Aún se mofaban de ellos: ¡Los habían espantado las gallinas! Nadie les creía que un viejito pudiera dirigir un ejército de aves, gritándoles en un idioma ininteligible.

La casa aún permanece donde siempre estuvo. La municipalidad le dio una mano de cal pero de eso Angel ni se enteró. Ya no sale más de su gallinero.

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