Ya anciano, mientras apenas se daba cuenta del gusto del café con leche, del sabor de un jarabe que tomaba todos los mediodÃas, de la alegrÃa que le producÃa despertarse vivo a la medianoche, descubrió, por unos papeles que le arrimaron unos desconocidos, que era el dueño de nueve mansiones. Se sorprendió poco, tampoco le interesó demasiado. Estaba prácticamente encerrado en un pequeño departamento, una prisión a la cual, cuando soñaba, suponÃa que habÃa sido desterrado. Se estaba muriendo, eso era indudable, pero no se sentÃa mal. Le daba alguna tristeza la soledad, no porque estuviera solo sino porque no conocÃa a quienes lo acompañaban.
Le dejaban comer lo que querÃa, podÃa tomar alcohol, fumaba poco, pero podÃa hacerlo, siempre y cuando tomara el jarabe que era su único remedio. SabÃa que era un anciano, que tenÃa barba que le recortaban cada diez y siete dÃas, bastante pelo; no caminaba con facilidad, pero podÃa leer y escuchar música. No sabÃa como era, en el departamento no habÃa espejos, tampoco sabÃa su edad, y además quienes lo acompañaban no hablaban un mismo idioma. Es cierto que lo entendÃan, respondÃan cuando pedÃa algo, y le traÃan lo que habÃa pedido, pero no le hablaban. No podÃa atender el teléfono, y únicamente un dÃa a la semana lo sacaban a la calle.
A la noche, tarde, pero ignoraba a qué hora, un auto viejo y grande, lo buscaba y lo llevaba a recorrer la ciudad. No sabÃa cuanto tiempo estaba en ese estado, sobre todo porque solÃa caer en una especie de letargo cuya duración no podÃa precisar de ninguna manera. No tenÃa reloj, no habÃa relojes en ningún sitio. Recordaba muchas cosas, pero le costaba pensar en su vida. Ignoraba su nombre. Todos los dÃas, o casi todos los dÃas, se inventaba uno. Las mujeres y hombres que lo acompañaban eran educados pero era difÃcil, al menos para él, si podÃa pensar que eran simpáticas o todo lo contrario. No los podÃa pensar en una situación de simpatÃa, de amor, de afecto, pero tampoco los podÃa ver castigando a alguien. Pensó un dÃa que eran clones, pero como ignoraba cual era el comportamiento de los clones, desechó esa presunción.
De martes a domingos usaba pijamas, tres pijamas diferentes; y en un placard podÃa elegir, eso se le permitÃa, la robe de chambre que quisiera y las pantuflas que le gustaran más. Solamente el lunes lo vestÃan. El traje, impecable, siempre era el mismo. El podÃa observar el color azul del saco, las medias azules, el gris oscuro del pantalón, las medias azules y los zapatos negros. La camisa era celeste con unas pequeñas rayitas un poco más celeste. La corbata azul. Ningún lunes pudo ver a nadie en la calle. Solamente casas, pocas con las luces encendidas. Tampoco se veÃan muchos autos. Los negocios estaban cerrados, bares y restaurantes, que el suponÃa abiertos, ¿pero qué hora era? Una noche pudo ver, a lo lejos, un barco iluminado cruzando lento por el rÃo. Los martes dormÃa hasta más tarde. Cuando le trajeron esos papeles con lo de las mansiones, se preguntó cómo serÃan y por qué eran de él.
Aunque no creÃa que nada hubiera escapado al control de quienes estaban con él habÃa momentos en que estaba sólo. No era mucho, no era mucho el tiempo que disponÃa, pero eso ocurrÃa. La secuencia de esos dÃas debÃan tener una explicación, pero aún no la habÃa encontrado. Ignoraba si de noche estaba solo. HabÃa algo que le daban con la cena que lo hacÃa dormir profundamente, pero no sabÃa si era asÃ, no lo podÃa saber con certeza. Pero sà quedaba solo en ciertas horas del martes, del viernes y del sábado. ¿Lo espiaban de alguna manera? No le importaba saberlo. Al principio pensó que era importante saberlo, pero luego comprendió que nada podÃa hacer al respecto. En cuanto a la secuencia, era posible que no significara nada; los martes quedaba solo de cinco de la tarde a siete y cuarto; los viernes de cuatro de la tarde a ocho; los sábados, de diez de la mañana a once y media. Aparentemente la secuencia no significaba nada; apuntó los números como debÃa: 1719.15 = 1620 = 1011.30.
Dos horas quince más cuatro horas más una hora y media más, daban siete horas y cuarenta y cinco minutos de soledad por semana. RepetÃa la suma, porque pensaba que sumaba mal. Esas horas las ocupaba en leer papeles viejos, revisar fotografÃas, buscar algunos libros que estaban subrayados, posiblemente por él, pero no lo sabÃa. Todo eso, no sabÃa por qué, lo hacÃa llorar. Intentaba no hacerlo y sabiendo a qué hora regresarÃan se lavaba la cara con agua frÃa, se ponÃa colonia, se sentaba y fumaba mirando cualquier cosa que le parecÃa posible mirar y fuera inofensiva esa mirada, como perdida en la nada. Después pensó en unir los números: 1719151620101130, cada uno de dos cifras. En algún momento supuso que las mansiones podrÃan tener algo que ver con estos números, pero si era asà no lo descubrió. Por casualidad descubrió que los libros en algunos estantes correspondÃan a los números: en uno habÃa 17 libros, en otro 20, en otro 15. Los ordenó. Eran ocho números y habÃa ocho estantes que les correspondÃan en cantidad de libros. Supuso que en esos libros podÃa haber una clave. Cada vez que se quedaba solo revisaba escrupulosamente los volúmenes de cada estanterÃa. No sabemos cuánto tardó en esa tarea. A veces se quedaba leyendo uno de los libros y las cosas se demoraban más de lo previsto. En algunos libros fue encontrando papeles con fragmentos de un mensaje. Supuso que era su letra, pero no podÃa comprobarlo. También dedujo que los papeles podÃan transmitirle un mensaje que en parte descifrarÃa su vida, si es que asà podÃa llamarse. Tal vez era necesario anotar en qué libro encontraba cada uno de los papeles. Los fue anotando cuidadosamente en una pequeña libreta que suponÃa no la habÃa descubierto. No lo sabÃa. No le importaba no saberlo. Fue anotando los libros y los fragmentos, iba reconstruyendo la frase, la que acaso serÃa el final del enigma. ¿Cuánto tardó? Tampoco lo sabemos. Pero llegó al final, quince minutos antes de que llegara el final de su soledad del martes. Cuando abrió el libro donde estaba el final del mensaje, el libro era La rama dorada, sintió una especie de desesperación insoportable, quizá como toda desesperación. No lloró, tembló de miedo, de dolor, de tristeza, de impotencia.
Ese martes los desconocidos llegaron antes. La desesperación no le duró mucho. El primer tiro le pegó en la columna y se desplomó. Lo dieron vuelta. Ahora el rostro del desconocido le resultó bien conocido. El segundo tiro le hizo un agujero pequeño en la frente. El enigma, si era tal cosa, habÃa sido resuelto.
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