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Miércoles, 10 de marzo de 2010
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Bollea entra al Odeón

Por Piru Gabetta
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Como en Cinema Paradiso, un llamado nocturno me avisa que el Gordo Bollea se fue de gira y pese a los 35 años que uno falta de su ciudad natal y a 20 de no verlo, un espejo de recuerdos estalla en algún lugar del alma y me pregunto qué hacer con ellos. Un retrato fragmentado, una oración pagana, una foto imposible de aquel fragor cotidiano, el paraíso enmarcado en los 50 metros que iban desde la mitad de calle Mitre donde él tenía su imprenta y yo al lado, mi agencia con el Alemán Gall, pasando luego frente a la puerta de "Corchos & Corcheas" en el trayecto hasta Santa Fe donde el Odeón nos esperaba con esas mesas que sí preguntaban, sedientas e infatigables todo el tiempo. Le debemos una elegía a ese bar. El Negro Fontanarrosa tuvo la virtud de inventarle una leyenda a El Cairo, bien ganada seguramente. Pero el Odeón y su esquina era otra cosa.

Creo que el silencio que siguió a su fulgor simboliza en parte la derrota de nuestros mejores sueños de la época, junto al anónimo triunfo de sus sobrevivientes, una estirpe de parroquianos que jóvenes y bellos amaron como pocos, bebieron como ninguno y que en "Corchos", un sótano con pasado de biblioteca anarquista bautizado por el Guingo Sylwan, bajaban por la noche para tutearse con la belleza que ascendía de los Salgán y de Lío, el Dúo Salteño o la Negra Sosa, junto a los locales como Los Trovadores, Domingo Federico, Canto Libre, Contracanto, El Trío + Tango, Canto Cuatro, Quique Llopis o Liliana Herrero, muchos de ellos alentados por el sello editor del invalorable Iván Cosentino. Los seguían, embelesados, veteranos y pibes como David Leiva, fanático de El Trío que después le inculcó los acordes tangueros a Baglietto, o el Juanca Muñiz, que ya aquilataba su prontuario de canciones. Ese vértigo celebratorio cotidiano que incluía laburantes, estudiantes, pintores, poetas, dibujantes, músicos, cantores y las mujeres más hermosas del país, no alcanzaba para dar cuenta de las preguntas acuciantes que en los años 70 llamaban a otro destino. Por eso en el Odeón se conspiraba. Lo sabíamos y no. Las frondosas discusiones políticas de esos años fueron macerándose en un río clandestino de decisiones individuales que desembocó en una tácita determinación colectiva final. Y un impreciso día de otoño el Odeón se autodisolvió, quedó vacío y nunca más se supo de él. Partieron, partimos.

Al encuentro diario con Bollea a cualquier hora, café de por medio o con el vino blanco que él tomaba, aborrecible - el mozo Almirón sostenía que era un "alcohol para fricciones"- le seguía algún ensayo de La Forestal a media tarde en Corchos, o con el trío Canto Libre que compartía con Mito Sparn y Horacio Sturam, tres dotados para la sencilla exquisitez que reclama la verdadera música popular. Altivo como un niño precoz en las lides musicales, el Gordo era capaz de escuchar una versión de su "Canción para Emilio creciendo" que el Chango Naom con el grupo Contracanto nos mostró entusiasmado en un ensayo a solas, para descerrajar al final del tema un seco no me gustó como todo comentario. Pero desconcertante y humilde a un tiempo para que alguien con su formación dijese que quería tocar el bajo con nosotros - Llusá, Padula, Travesaro - en el lugar que había dejado vacante el Tojo Distéfano en nuestro Trío + Tango.

El crescendo de la lucha en las calles de todo el país perforaba el humo de una bohemia azul que mutaba al gris, presagiando horas más terribles y definitivas que llegaron hasta las puertas mismas del Odeón. En su esquina, una tarde apareció muerto un oficial dentro de un coche a plena luz del día, en una acción del ERP decretada sobre 17 miembros de las FFAA como respuesta al asesinato de otros tantos combatientes que se habían rendido después del fallido intento de asalto a un cuartel en Catamarca. Entre ellos José María Molina, un arquitecto santafesino radicado en Rosario. El Gordo le dedicó su recital por micrófono en un enorme club de barrio donde no entraba un alfiler. Coraje o insensatez en esa hora, es lo que hizo. Quizás las distintas formas y el grado de su compromiso lo expulsaron muy lejos hacia el Sur, meses después del golpe del 76, según creo. Antes, nunca nos habíamos preguntado nada, siguiendo una regla de oro esencial, pero me había llegado que su imprenta trabajaba hasta muy avanzada la noche.

De la enorme tarea cultural que allá desarrolló se ocupa hoy la profusa crónica de los diarios regionales más que estos recuerdos. Sé que fue admirado y respetado y que desde entonces, las voces de los vientos patagónicos arrastran el polen de su sello inconfundible. A pesar de tanta semilla regada, presiento que el desgarro de aquél exilio interno acrecentó en Bollea el rictus de una tristeza que terminó alzándose contra su salud. Lo cierto es que una generación hija de su época se está yendo de gira demasiado temprano y se aleja como en un final de Amarcord; la fiesta de la vida va terminando mientras un ciego en su silla toca y se mece con la melodía de su acordeón. Nosotros, brancaleones empecinados contra el olvido, ya con nietos pequeñitos que crecen con el coro y las canciones del Gordo, nos juntamos ahora en aquella esquina para verlo entrar en su Odeón definitivo, tan igual al de griegos y romanos, mientras los versos de su entrañable amigo Ielpi nos recuerdan que "aún es tiempo de todo/ menos de despedida/ sobre su voz que canta/ cantará la alegría".

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