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Domingo, 14 de marzo de 2010
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Algunas memorias para olvidar mañana

Por Gary Vila Ortiz
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Debo pensar que un periodista que ha ejercido ese oficio durante más de cincuenta años debe tener recuerdos, memorias para contar. Sin embargo, supongo que mis memorias pueden interesar a muy pocos. Muchas de las cosas que viví pueden llegar a provocar en algún lector el regreso a lo que él también vivió y en los más jóvenes conocer cómo se vivieron hechos de los cuales tienen una vaga idea. Y si saben más, en general se trata que se aproximaron a tal o cual suceso desde una posición más o menos tendenciosa. En cuanto a todo eso de lo cual conocí lo que llamaríamos los entretelones, se debió al haber ocupado cargos que me obligaban necesariamente a estar enterado.

De la mayoría de lo que solía ocurrir entre gallos y medianoche, mantuve una reserva motivada por un concepto personal de lo que puedo llamar la ética periodística. Creo que esa reserva debe seguir manteniéndose, salvo en lo que finalmente se hizo público y no cometo ninguna trasgresión si lo memoro. Un par de ejemplos. Supe, junto al jefe de redacción de esos momentos, datos de cuándo se produciría el golpe del `76, las demoras que se habían producido y prácticamente la fecha exacta del mismo. Nuestros informantes lo hicieron con la mayor naturalidad y después que se fueron nos preguntamos si eran ciertas esas afirmaciones. Eran personas demasiado tendenciosas para otorgarles veracidad a lo dicho. Ignoro si soy el más indicado para decirlo, pero lamentablemente eran datos fidedignos. A partir de ese día en que esos personajes informantes algo siniestros (todos los informantes lo son) hubo un desfile de personas que venían a la redacción a saber qué sabíamos. En algunos se percibía una gran inquietud, en otros algo parecido a la alegría. En muy pocos la certidumbre de la proximidad del horror.

El otro caso es el de la guerra de las Malvinas. Alguien, que tenía fama de mitómano, nos contó cuándo se produciría el desembarco de las tropas argentinas en las islas y qué se planeaba hacer con lujo de detalles. Eso, dos meses antes. Se discutió si se publicaría algo, pero dada las características del individuo nos pareció que se podría tratar parte de su tendencia compulsiva a mentir. Pero fue así, con pocas diferencias. Nadie esperaba lo terrible de esa guerra, la muerte de tantos jóvenes inocentes, las barbaridades ocurridas. Todavía hoy no se saben con seguridad muchas cosas. Esos dos capítulos de nuestra historia me producen un escozor espiritual que me sigue haciendo daño. Por un lado el sentimiento de culpa, por el otro la indignación de observar de qué manera se miente, como se falsifican los hechos históricos, como la verdad se deja de lado con absoluta mala fe.

Esto que me permito comentar es porque el ánimo desde el cual puedo mirar hacia el pasado no tiene demasiadas certidumbres. Trataré de ser veraz pero me pregunto si lo seré realmente. Dije al comienzo que cincuenta años son bastantes: Me dieron el puesto en La Capital el mismo día que asumió la presidencia de la República el doctor Arturo Frondizi, es decir el primero de mayo de 1958. La fórmula Frondizi Gómez sacó 3.989.478 votos; Balbín del Castillo, 2.526.611. Fue el primero de febrero de ese año que el dirigente sindical Adolfo Cavallí había traído al país la orden de Perón de votar a Frondizi. Desde el comienzo se vislumbraron los problemas que llevarían a la destitución del presidente. El primero fue causado por las concesiones petroleras, 13 contratos en total y en absoluta contradicción con lo que Frondizi había escrito en su libro "Petróleo y política", publicado en diciembre de 1954. Pero el hecho que recuerdo con mayor nitidez, pues lo viví con intensidad, fue la ruidosa polémica en torno a la enseñanza laica y la libre.

Mis recuerdos no son tanto como periodista sino porque por ese entonces yo estudiaba derecho, estaba afiliado al Centro de Estudiantes y era miembro del partido Reformista. En tal carácter, con otros estudiantes, ocupamos la facultad de Filosofía y Letras, una noche inolvidable de septiembre por muchos motivos ajenos al propósito de estas líneas. Si pude faltar esos días al diario fue por la comprensión de Manolo Domínguez, jefe de la sección Corrección, al que todavía recuerdo con particular afecto. Esa sección ya no existe en los diarios, pienso que en ninguno. Las computadoras corrigen por su cuenta y no siempre lo hacen bien.

Hacia 1962 ya no trabajaba en Corrección sino en Información General, lo cual me permitió vivir de otra manera, como cronista, el derrocamiento de Frondizi y las luchas entre colorados y azules en las fuerzas armadas. La posibilidad de vivir con intensidad esos enfrentamientos se los debo a Nicasio Pedro Britos, quien siempre parecía estar al tanto de todo. Y era así. El año 62 y 63 fueron escenario de luchas encarnizadas entre los azules y colorados. Sobre todo en septiembre de 1962, cuando se produce el pronunciamiento azul. Estos se imponen finalmente y se redacta el polémico comunicado 150, uno de cuyos autores es Mariano Grondona.

Pero el 2 de abril de 1963 se subleva la Marina. Viví de cerca la llegada de un regimiento correntino con el propósito de reprimir al Regimiento 11 de Infantería. Pudimos, gracias a Britos, hablar con el jefe del mismo, quien negó que tal cosa ocurriera y que simplemente se encontraban de maniobras. Afortunadamente no hubo combate alguno y solamente fue tomado prisionero un soldado. Poco después tuvimos un encuentro con el general Carlos Rosas en un cruce de rutas.

Rosas tenía una gran simpatía, nos contó de su marcha hacia Puerto Belgrano y hasta dejó que tomaran una foto en donde estaba él, por supuesto, Britos, yo, mi amigo Guillermo Fierro, a quien el diario le había permitido acompañarnos y llevarnos en su auto, los policías que estaban en la casilla de ese cruce y un mendigo que tiempo después descubrí que trabajaba de manera encubierta para la policía. Yo lo reconocí porque lo solía ver con frecuencia en la tribuna de la cancha de Newell`s Old Boys donde siempre estaba entre los grupos más bulliciosos. El diario no publicó la foto y este cronista se sintió mal por esa disposición tomada por los secretarios de redacción. Tiempo después, como dije, el mendigo de la foto en el cruce de rutas fue al diario a conversar con un amigo personal. De mendigo había pasado a estar trajeado como un "dandy". Fue su amigo (que también lo era mío) quien me contó la facilidad que el hombre tenía para ocultar su identidad.

Al año siguiente, ya había sido trasladado al suplemento literario, y allí comencé a recibir las lecciones de dos maestros del oficio, además de ser escritores y poetas: Raúl Gardelli y Diógenes Hernández. Fue en ese 1964 que le realicé la primera entrevista a Borges, en uno de los salones del hotel Italia. Estaba con su madre, que no me pareció justamente simpática. Suponiendo que el cronista de un diario no podía conocer inglés, en ese idioma y notoriamente molesta, le decía a su hijo que diera por terminada la conversación. Borges siguió conversando, contestando mis preguntas y hablándome de un cuento que estaba escribiendo y que se publicaría años después. Esa crónica se las leyó a sus alumnos de una escuela de periodismo Alberto Corvalán, eximio periodista. La puso como ejemplo, pero no dijo (no quiso decirlo) que lo mejor de esas líneas las escribieron Gardeli y Diógenes Hernández. Nuestro lugar de trabajo era pequeño. Gardelli era ya subsecretario, Diógenes editorialista, yo redactor. A veces nuestros propósitos tenían cierto humor.

Nos habíamos propuesto, tratásemos el tema que fuese, citar cada uno a un autor que nos complacía o más que eso estaban entre aquellos que nos parecían de lectura imprescindible. Gardeli citaba a Anatole France, tan injustamente olvidado; Diógenes a Horacio o a Ovidio y yo a Borges. Faltaban tres años para que el diario cumpliera sus cien años y estábamos preparando, con esa anterioridad, las dos revistas libros que sacaríamos con tapas hechas por Julio Vanzo. El diario salía en tamaño sábana y por ese tiempo habíamos comenzado a sacar un suplemento en huecograbado que debían enviar a Buenos Aires para su impresión. Recuerdo que en Chile, a dónde había ido a principios de 1964, se hacían suplementos en color, pero envidiaban, en aquel entonces, a los diarios que podían hacerlo en huecograbado, "La Prensa", "La Nación y "La Capital" (que ya había tenido uno, por otra parte, a comienzos de los cincuenta, dirigido por Hugo McDougall).

Durante el año y pico que había estado en Corrección, se tenía un trato directo de los talleres gráficos. Eso significó la posibilidad de establecer un lazo de afectos con los gráficos y comenzar el aprendizaje del armado de las páginas, el diagrama, los encantos que tenía un oficio lamentablemente desaparecido, no del todo, pero cerca de una extinción que no se pudo evitar. ¿Qué sentía en los diez primeros años de hacer periodismo? Venía de haber estudiado medicina por poco más de un año y derecho, que debía ir a Santa Fe a rendir pues estudiaba libre, llevaba quince materias aprobadas. Estar en el diario me resultó algo más que un trabajo gustoso. La escritura periodística se me presentaba como una forma de la creación literaria. Ya para ese entonces había publicado mis primeros libros de poesía, me había casado y ya había tenido tres hijos. Adquirí la costumbre de vivir la madrugada, que aún perdura, si bien ahora el cansancio de los años me impiden vivirla con el placer de ese ayer. No importaba el cierre del diario en aquellos días. Y cuando terminábamos íbamos al mítico National, con Domínguez a la cabeza, para comer un puchero a la española que nunca he vuelto a comer. El National, con "t" pues estaba prohibido usar la palabra "nacional", desapareció. Con él esa vida nocturna que compartíamos periodistas, artistas, prostitutas y esos otros habitantes de la noche que perduran como sombras fantasmales en mi memoria.

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