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Lunes, 5 de abril de 2010
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De argentinos y fusilados: Avellaneda

Por Sonia Catela

Comete blasfemia o ateísmo: "El infierno me trague si Dios no es negro, o federal". Devana sus aguas oscuras Marco Avellaneda. Sacude la cabeza para soltar mejor la llovizna de esas furias. Puñetea el pedestal que sostuvo el féretro.

"¿Conque Dios, negro?, pero mirá lo que sacás de esa boca, Marco", Diego se encoge ante su camarada de combates mientras éste le pone la piel que se le antoja a quien se le antoja, ¿o acaso la tragedia ocurrida no canta esa verdad? Y hasta el infierno no para si él se equivoca, hasta el mismo infierno; ambos militares aflojan el cuello de sus uniformes, estiran las piernas. Todavía huele a sebo de velas y rosas rancias la salita donde se veló a Herránz la noche entera, de acuerdo, pero preferible emborracharse por el compañero difunto que girar como trompos locos sobre altares derribando imágenes amenazadoras. Diego arrima la botella y renueva las copas. Hay que embriagarse lo antes posible. "Pero sí, te lo repito, Dios negro, o federal, las pruebas abruman", Marco Avellaneda insiste, pesca deformidades vaya a saberse de qué subterráneos malolientes a los que no hay que asomar siquiera la nariz, ni saber dónde se hallan o ir de visita para darles realidad. Moderate, Marco, da miedo que batas esa lengua, pero las compuertas se desbocan: "Tengo que mandarle una carta a Ibarra -Marco mordisquea un cigarro-, le pediré su apoyo como único protector nato y esperanza de Tucumán, sí, el único", "Pero ya le escribiste, Marco y su rechazo destemplado te enfureció", "Por eso te lo nombré a ese traidor"; "Ponete de acuerdo de una vez, ¿esperanza o traidor?". Trata de conducirlo al sofá de gobelinos e inducirlo a que repose, "recostate un momento", "O no lo desenmascaré a Ibarra, con mi firma; yo no arrugo, y que lo publiquen. Hombre funesto ese dictador, cacique que hace de su patria un pueblo salvaje, sin leyes ni instituciones", "Sí, Marco, que lo publiquen, pero para qué le rogaste entonces". Y para qué se metieron a juntar ambiciones, hasta firmar un decreto que condenó con pena de muerte a quienes se negaron a recibir el papel moneda emitido por el Banco Hipotecario creado por ellos allá en el norte del país, donde se dirime por las armas si éste o aquél, la patria los enfrenta, la patria de cada lado, la misma bandera. Y para qué se metieron a confiscarles los bienes a quienes se les opusiesen en esa carrera hacia la verdad, la de ellos. Marco Avellaneda desenfunda la pistola. Apunta y descabeza a los santos del altar. Un polvillo de yeso pica en la garganta; pero no se necesita quitarle el arma al verdugo de reliquias. Él la guarda sin resistencia, ya en otra parte, maquinando. Marco Avellaneda termina de bajar sus escalones más hondos: "Heredia", dice y por fin saca a la luz lo que ocultaba debajo de tanta estantería de hojarasca, ferocidades y enemigos archivados. "Hay que liquidar el tema Heredia".

Se liquida el tema Heredia rematando a Heredia. Hay que apropiarse del mando y sacar del medio al gobernador de Tucumán.

Mariposas nocturnas revolotean como murciélagos en las proximidades de la lámpara. Diego apura otra copa. Hasta aquí lo viene acompañando a Marco. A partir de este mojón, se apea. "En lo de atentar contra el general no me embarco, compañero. Olvidate de esos planes. Es traición". Marco Avellaneda cabalga sobre el diván, "con vos o sin vos, Diego". "No te metas en la vaina de traicionar a un hombre de bien, Marco". "Con vos o sin vos". Marco Avellaneda comete adulación y ambición; le ha escrito una carta a su primo Solá: "Si el gobierno de Bolivia o el Cónsul de Francia nos mandan alguna plata, podremos salir de nuestras trampas". Ha buscado dinero en fuentes cuestionables y ha anudado alianzas dudosas, pero mejor abstenerse de clavarle el puñal a quien se le juró lealtad. Heredia, gobernador de Tucumán, leal, apreciado. Heredia no se toca. Ponete esa frontera, Marco. No cometas traición.

Marco Avellaneda cabalga. Espolea hacia los Lules, se arrima al grupo armado de jinetes, se les une; apareado a ellos acosa al coche que marcha; el general Alejandro Heredia se asoma por uno de los postigos y dice: "¿Qué quieren ustedes? ¿Quieren ustedes el gobierno? Allí lo tienen ustedes ¿Quieren ustedes dinero? Les daré a ustedes cuanto necesiten", pero el grupo toma lo que él no podría conceder. Abandonan a campo abierto el cuerpo que aún respira, al que las aves de rapiña mutilarán durante dos días y lo convertirán en cadáver o esqueleto.

Avellaneda cabalga, solo. Atrás queda el asesinato que ha de abrirle el molinete del poder. Galopa a Metán. A la partida que lo atrapa y lo sienta a que se oiga juzgado por un Concejo de Guerra. Preside el coronel Maza, incómodo; lo perturban las hipocresías. Avellaneda declara. Ha prestado sus caballos a los asesinos sin conocer sus propósitos. Se hallaba en el lugar del crimen por casualidad (cabalgaba a Lules a visitar un pariente). Entró a Tucumán con los asesinos gritando "¡ha muerto del tirano!" porque lo obligaron a seguirlos y tuvo miedo. Reunió esa noche a la Legislatura para elegir nuevo gobernador presionado por los criminales. Ni entonces ni nunca denunció o persiguió al cabecilla de la banda, Robles, por estar atemorizado. Marco Avellaneda se declara inocente y cobarde.

El prisionero cabalga. Escucha su acusación: "instigador y principal culpable de la muerte de Heredia", "su protector de siempre, caballero". Enfila a su condena por deslealtad, la última pena, y con deshonor. Será decapitado. Pero no le colocan el pescuezo bajo la guillotina. Lo carnean a cuchillo, como a un ave de corral.

*La cabeza de Marco Avellaneda (padre del que luego fuera presidente del país, Nicolás), se exhibió en una pica en la plaza de Tucumán. Las palabras que se atribuyen al militar fueron realmente vertidas por él. Los sucesos narrados acaecieron en 1838.

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