El Pibe destilaba un no sé que que nos ponÃa a todos nerviosos: no hablábamos del tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecÃa correcto el rechazo común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido, cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer. Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor, arrepentimiento y extrañeza.
Llevaba un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que defenderse de las acechanzas animales que crecÃan en el rellano de las esquinas. Es que asà éramos nosotros. Animalejos desarrapados que no contemplábamos piedad alguna con todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.
El Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habÃamos empezado a escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por lo aburrido. HabÃa algo en su decir, en su familia correntina que nos violentaba.
Era correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducÃa que era tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el mote. Aún no habÃamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas producÃan heridas. AborrecÃamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las niñas y los colectiveros. TenÃamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.
Entonces, créanme que su sola presencia nos ponÃa malhumorados; chocaba con nuestras creencias de vagabundeos y boheme temprana. AhÃ, va, dijo Toledo con una voz de rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir .
Ahà va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos vino con su vocecita encocorada. Lloraba.
Son malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.
Toma castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco. Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oÃmos lo que nunca
¿Por qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquirÃa aquel ser venido de los montes, desigual a nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como habÃa quedado, tenÃa autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendÃan, humillaban, pegaban y devolvÃan la basura al mundo.
¿Por qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creÃa con virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.
Porque sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era demasiado.
Ahora andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de indios putos, le descargué. Fueron palabras mÃas pero me sonaron como si no me pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las noche soñé que corrÃamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, habÃa preguntado. Por qué. Eso era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo, López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. TenÃamos una banda, uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo presentaron y empezó a declamar: era insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.
Vimos el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.
!AquÃ, aquà esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos habÃa ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que nos habÃan enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.
Como era el que habÃa punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse mi mano en su hombro.
Es difÃcil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un gargajo.
Yo sentà que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.
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