Fue hace mucho. Yo era un chico que rondaba las bibliotecas porque en mi casa habÃa muy pocos libros. Un dÃa, después de devolver a Salgari, me atrajo un tÃtulo: El jardÃn de senderos que se bifurcan. Lo leà con el asombro de quien encara lo real perturbado por la ficción y sin entender las posibilidades múltiples de su trama. La historia de un espÃa que está destinado a revelar un secreto de otros y que, por una coincidencia del destino, se encuentra con su propio secreto, en el laberinto de un libro. Sin poder precisarlo sentà que algo me rozaba, la convicción o la sospecha de mi propio secreto. Un tiempo más tarde, el autor del texto llegó a la ciudad para dar una charla y fui a escucharlo. Nunca más dejé de hacerlo. Se constituyó en una especie de hábito al que yo acudÃa cada vez que detectaba un nuevo texto suyo o que me enteraba de alguna conferencia. Un tiempo más tarde, nuevamente en Rosario, me atrevà a hablar con él y me invitó a su casa. Me colé de un tren y en unas cuantas horas estuve frente a su puerta, en pleno centro de Buenos Aires. Mi turbación hizo que me equivocase de lugar. Creà que era una casa enorme, que tenÃa un mayordomo con librea y decidà ubicarlo en la famosa Biblioteca Nacional, donde era director. Pregunté como llegar y me dijeron que caminara derecho por Maipú, donde estaba, hasta llegar a México, en San Telmo. La biblioteca me parecÃa enorme; al entrar, un portero me detuvo y cuando pregunté por el director, me dijo que estaba ocupado y que no me podrÃa atender. Sin embargo, un señor que se hallaba casualmente allà interpeló al portero, me preguntó de dónde venÃa y me dijo que si iba a la tarde, el director me atenderÃa. Ese señor se llamaba José Edmundo Clemente. A las cinco de la tarde estuve nuevamente en el lugar. Entré al directorio y conocà un poco más a ese hombre bastante tÃmido que me hizo sentir sumamente cómodo. Hablé con él alrededor de una hora. Hablamos acerca de un poema de Lucrecio: De rerum Natura y de los rasgos fáusticos, que yo habÃa consultado en Spengler. A partir de esa vez, fui unas veces más, siempre a su casa y me quedaba charlando algunas horas; generalmente sobre libros. Recuerdo que en una primera oportunidad, tratando de mostrar alguna cualidad rosarina, le mencioné a Lisandro de la Torre, que habÃa muerto con la Etica de Spinoza en sus manos. De ese modo, yo le resaltaba una afinidad con el panteÃsmo inherente a sus relatos. Entonces me contó, que el dÃa del suicidio de Lisandro, soñó que él tenÃa su rostro y que le gritaban "gato amarillo". Ese mismo dÃa me pidió que lo acompañara a su habitación, donde sacó de un mobiliario una especie de rosario, que los budistas utilizaban para acceder al nirvana y me volvió a preguntar por mi apellido: Zenobi, italiano, nada importante... le dije. ¡Nada importante para usted que tiene sangre italiana! exclamó. Lo mejor de lo mejor: Dante, Virgilio, agregó. Tiempo después sospeché que habÃa vinculado la raÃz Zen, que comienza mi apellido, al budismo Zen. TodavÃa hoy siento que lo inventó en el momento, sólo para congraciarse con el chico que yo era, con un comentario algo especial, pero que no cedÃa de mi parte a la tentación publicitaria de hacer mis excursiones conocidas. Me daba cuenta de que ese hombre preferÃa la intimidad anónima y el hecho de que yo pudiese acceder a ese lugar, era para mà un acontecimiento más profundo y verdadero que cualquier otro que me habÃa acontecido. Muchas veces, mis amigos me insistÃan para que lo filmara o lo grabara, pero yo no condescendÃa: "La amistad es la más honda de las pasiones y yo no hago el amor en público", solÃa decir, bajo la influencia del Quijote, del MartÃn Fierro, de Dante. Lo cierto es que yo amaba a ese hombre, entrañablemente. De una manera u otra, por él supe que un laberinto es una biblioteca y que, cuando uno más conoce, más extiende su ignorancia. De allà que la mayorÃa de sus protagonistas terminen derrotados por aquellos que viven la directa simplicidad de la vida. Por ejemplo, Lonrot, el detective filósofo es vencido por el asesino Red Scharlach. Esto permite considerar que su literatura establece una cierta distancia entre la literatura y la vida, porque la literatura acarrea una dificultad, tal vez una falsa conciencia de las cosas, una conciencia literaria. Incluso, a veces, la literatura conduce a la muerte. Por eso sus personajes intelectuales fracasan o son vencidos por los más simples, a la par que suelen extraviarse en la realidad, al ser esta simultánea y la lengua y la escritura, sucesivas. Después de un tiempo, yo solÃa reconocer de memoria cualquier párrafo de su obra y decir de qué texto se trataba. Un dÃa se lo comenté y me dijo que su abuela inglesa hacÃa lo mismo con la Biblia.
Mi amigo era un hombre tenue y bastante tÃmido. Una tarde le pregunté por una frase de su relato El inmortal pero no la recordaba y me aclaró que no podÃa buscarla porque no tenÃa ningún libro suyo en su biblioteca. Yo no tengo buenos libros, agregó, a lo que yo respondÃ: Me está faltando el respeto, Otras Inquisiciones es uno de mis libros de cabecera. Me concedió, con el rostro sonrojado, que era un buen libro. Yo agregué: ¡Un muy buen libro!. Un muy buen libro, repitió sonriendo tÃmidamente.
En una ocasión hablamos de Lugones y de la cantidad de suicidas conocidos que tenÃa nuestro paÃs. Comenzamos a enumerarlos: Alem, Belisario Roldán, De La Torre, Quiroga, Alfonsina y tantos otros. Me contó que habÃa pensado varias veces en el suicidio; increÃblemente era un hombre apesadumbrado. En otra oportunidad, ya como de costumbre y sin previo aviso, fui a su casa porque estaba de paso. Charlamos de la filosofÃa inglesa, de los analÃticos y le hice firmar La historia de la filosofÃa de Bertrand Russell. ¿Sabe lo que dije de esos libros?, me replicó: Que si tuviese que ir solo a una isla, (aunque no sé por qué yo tendrÃa que ir solo a una isla) ese serÃa el libro que llevase. Recuerdo muy especialmente esa oportunidad, la recuerdo porque después de unas horas, le dije: Bueno, yo estoy abusando de su paciencia, asà que me voy. No, no, me respondió, estoy casi todo el dÃa solo. Hay algunas personas que exaltan la soledad, pero, me quiere decir ¿que tiene de bueno estar solo?
La última vez que fui a su casa, me preguntó si habÃa leÃdo su libro, La cifra, de reciente aparición. Le dije que no, que una amiga me lo habÃa regalado, pero que en realidad, hacÃa un tiempo que habÃa dejado de leerlo, porque estaba explorando otras obras. Hace bien, me dijo, cuando uno deja de leer a un autor puede haberlo incorporado, pero es una lástima, me hubiera gustado que me dijese si le gustaba un poema que escribÃ. Le pedà que me dijese cual era, que apenas llegase a Rosario, lo leerÃa. Me dijo: Nostalgias de un presente. Llegué y lo leÃ. En su momento no me pareció gran cosa, sólo me motivaba el hecho de que se trataba de una especie de confesión, una declaración de amor a una mujer: "Que no darÃa yo por estar a tu lado en Islandia..." Lo reitero, no me habÃa parecido gran cosa, sólo que cuando al año siguiente volvà a Buenos Aires y toque el timbre acostumbrado en el departamento del sexto piso de la calle Maipú, la voz de la doméstica, por el portero, me dijo: El señor viajó a Suiza hace dos dÃas. No pensé en ese momento, lo que sabrÃa unos cuantos dÃas después. Que no lo verÃa nunca más.
A pesar de todo lo que sabemos, de todo lo que nos resulta esperable, los mismos acontecimientos nos resultan sorprendentes y pueden retornar distintos sentidos. Le debemos muchas cosas a la magia de nuestra imaginación. Ese poema, el primer verso de ese poema, guardó para mà la intensidad de una confesión y se transformó en un presente bellamente considerado. A veces lo he reencontrado, lo reencuentro, en un sueño y muchas veces, cuando suelo caminar por Buenos Aires, por México o Maipú, por Serrano y Soler, o sentarme en un banco de la plaza San MartÃn, repito "Que no darÃa yo por estar a su lado en Islandia..."
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