Otoño, ya es otoño de 2010.
Es el espejo el que perturba a Frankestein. A Drácula no le interesan porque los espejos no lo reflejan. La gente muy vieja tiene dos actitudes con los espejos. Una es el de eliminarlos de donde viven. La otra es multiplicarlos hasta que les sea posible. Un anciano de Saladillo tenÃa gran parte de su casa cubierta de espejos. Los muebles, digamos las puertas de los roperos, hasta los cajones de las mesas de luz, el aparador del comedor, tenÃan espejos. En el baño el espejo era de esos que aumentan considerablemente lo que reflejan. El anciano llevaba un diario en que el cual, además de otras cosas, apuntaba lo que veÃa todos los dÃas en los espejos y los cambios que habÃa experimentado. En el dormitorio habÃa hecho colocar, como en los viejos hoteles de citas, espejos que reflejaban los cuerpos que jugaban el antiguo juego del amor que el anciano no habÃa olvidado del todo. El anciano tenÃa muy buen humor, pero habÃa dos cosas que le molestaban. Que otro ocupara su lugar de reflejo en cualquiera de los espejos. Y que se tomaran fotografÃas.
En Alberdi habÃa otro anciano, que mantenÃa el encanto que sin duda debÃa haber tenido en su juventud, pero con ese encanto, aún venido a menos, no habÃa podido todavÃa, cumplir con su sueño: Enamorar a una mujer, esa que por algún motivo le habÃa gustado, sin importarle la edad. HabÃa sido amigo de mi padre y era él el que me contaba parte de su historia. Nunca habÃa pagado a una prostituta, a quienes por otra parte respetaba de una manera muy particular. Les pagaba lo que cobraban por dos o tres horas, pero no se acostaba con ellas sino que las hacÃa jugar a lo que se habÃa ocurrido jugar esa noche, y compartir las bebidas y lo que llevaba para comer. Se habÃa casado, adoraba a su mujer y a sus hijos, pero sus engaños eran prácticamente cotidianos. En realidad le interesaba la seducción antes que el resultado final de la misma, que dicho sea de paso podÃa quedar para otro dÃa si habÃa algo, en esa mujer, un detalle, por pequeño que fuera, que le molestara. Tuvo la suerte de envejecer. SalÃa menos de su refugio, su madriguera decÃa, pues era un buen lector de Kafka, pero cuando lo hacÃa el destino o Dios, que de ninguna manera es lo mismo, o el puro azar, que también es una tercera cosa diferente, le ponÃa una mujer que le atraÃa en el camino.
Nunca logró conquistar a ninguna y la única que se paró, una muchacha joven que estaba sentada al volante de un auto esperando, le dijo que sÃ, pero que ella cobraba tanto la hora y tanto por esto y tanto más por aquello. Poco a poco se fue encerrando y se entregó de lleno a la lectura y a escuchar música. Eso le hacÃa bien, pero sabÃa que algo le faltaba a su vida y le seguirÃa faltando. Nos veÃamos casi todas las semanas. El tenÃa un juego de damas que habÃa comprado en Inglaterra, que era como un juego de bolsillo. Las fichas no eran tales, sino algo parecido a minúsculas columnas que se podÃan clavar en el tablero. Cuando algunas eran comidas, habÃa dos cajoncitos en ese cuadrado de madera, donde las mismas eran colocadas. En cada oportunidad me di cuenta que su obsesión aumentaba, pero como al mismo tiempo él tenÃa conciencia de eso, no me preocupé demasiado. Nunca quiso usar esas pÃldoras que podÃan ayudarlo. QuerÃa que las cosas fueran de la manera más natural posible. En julio debà viajar a Praga. Tardé en regresar, ya que antes de regresar quise conocer AlejandrÃa, Málaga, Chicago, Hong Kong y La Habana.
Regresé hacia mediados de agosto. Pregunté por él. HabÃa muerto. Un amigo común me contó de qué manera. Le gustó primero y luego se enamoró de una chica joven que estudiaba historia. Lo grave fue que la chica se enamoró de él. Decidieron vivir juntos. Las primeras noches fueron un fracaso, pero no les interesó demasiado. Luego de dos semanas ella le dijo que querÃa tener un hijo y le dijo que comprara esas pÃldoras. El se negó. Ella se las trajo de regalo. Pasaron dos noches fantásticas, pero la tercera él se murió de un infarto.
Recuerdo (si tenemos suerte, estamos destinados a recordar) que mi viejo me llevaba a Buenos Aires si habÃa algún partido de Newell`s que nos interesaba. Como era médico del ferrocarril, lo fue creo que hasta 1947, viajábamos gratis y le daban un camarote con asientos enfrentados (creo que para cuatro personas) y una mesa en el medio. Allà jugábamos con un juego de damas igual al de mi amigo, para que las fichas no se cayeran. También a las quintetas, un juego de dados que invariablemente me trae una memoria más cercana. Se lo enseñé a Germán Chindamo, con cuyo padre compartÃamos un "exilio afectivo" en la casona del Sindicato de Prensa en la calle Santiago, las quintetas, por lo cual nos pasábamos no sé cuantas veces jugando. Para modificarlo un poco yo solÃa agregarle dados a los cinco de costumbre.
¿Murió feliz? No sabemos porque es imposible saberlo. Queremos suponer que sà y que la chica quedó embarazada y decidió tener el hijo. Al tiempo se enamoró de un islandés que habÃa venido a Rosario, se casó con él y decidió irse a vivir primero a Dinamarca y luego a Islandia. No volvimos a saber nada de ellos. Interrumpà la historia de amigo para el recuerdo de las quintetas. Espero que sepa perdonarme.
El tercer anciano, el tercer hombre, tenÃa un cierto parecido con Orson Welles. Tal vez era el menos excéntrico, pero nunca supe con claridad que es eso de la excentricidad. VivÃa en un lugar que en rigor no es un barrio, o por lo menos no tiene nombre de barrio. Es periférico a lo que llamamos el centro de la ciudad, cada vez más amplio. Como se sabÃa parecido a Welles, querÃa repetir algunas de las escenas de sus films y de hacer de la vida de uno de los protagonistas de esos films su propia vida. Pero ninguno le alegraba demasiado. Decidió, después de una larga noche de grappa, caña y whisky, compartida con sus amigos, uno de ellos era yo, elegir la vida de Welles y seguir sus pasos. El problema era que no sabÃa hacer cine. Su único placer estético, además del de las mujeres, era invitarnos a cenar una noche de la semana (que nunca era la misma) y ofrecernos una cena muy especial que preparaba una vecina morochona, de cara muy agradable, con unos pechos que podrÃan haber sido la envidia de SofÃa Loren, y un cuerpo apetecible. Si los dioses cocinan, ella cocinaba como los dioses.
Mientras cenábamos el leÃa los últimos poemas que habÃa escrito. No eran malos poemas y algunos eran muy buenos. Pero como desdeñaba la publicación, luego de cenar, pasábamos a un jardincito trasero, donde cumplÃamos con lo que él llamaba el "ritual de fuego de la poesÃa"¨ HacÃa un fuego y primero él y luego cada uno de nosotros Ãbamos arrojando los poemas al fuego. Serafina, asà se llamaba la morochona de cuerpo apetecible, se desnudaba y bailaba hasta llegar al éxtasis. Nuestro amigo tuvo el final que Welles alguna vez dijo era el que esperaba para él. Lo mató un marido celoso y poco comprensible: Cuando la encontró a su mujer acostada con él los mató a él y a ella y se entregó a la policÃa. Los dos, huelga decirlo, eran mucho más jóvenes que nuestro amigo.
(Por consejo de una prima hermana a la que quiero mucho y que suele escribir en este diario, Graciela Aletta de Sylvas, estoy leyendo un libro que en verdad es iluminador en muchos aspectos: "Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos", de Elisabeth Roudinesco. Cuando cuento estas historias, más o menos reales, me encuentro con un párrafo en donde se dice que en Grecia se castigaba a los hombres afectados de desmesura. El intento de la erudición es una desmesura. Y al paso de los años, al llegar la ancianidad, ese regocijarse en la improbable erudición, se convierte en un acto perverso. Lo que no encuentro es una respuesta a la pregunta que ahora me importuna: ¿Es la vejez en sà misma una forma extranjera de la perversión? No sé si encontraré la respuesta).
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.