Por ahà andaban, magnetizados hasta en su propios intestinos, chocándose, esquivándose, yéndose, encontrándose a lo largo de años, calles, malos gobiernos. No tenÃan sepultura pero afanosamente parecÃan buscarla para sà mismos o para el contendiente: bastarÃa, según se dijera, que uno cayera para que el otro por reflejo también desapareciese. Eran los duelistas. Asà se los conoció. CombatÃan a cuchillo por una mujer, a la generala por un caballo, al billar por un viaje. Se los vio redondos, alargados, mojados con lluvia y sin ella; atravesados por espinas de zarzas, en carnavales de perros ladradores, en murgas, kilombos, negrerÃos, bailes, circos, zoológicos ambulantes, esquinas de café. Donde brillaba una daga ahà empezaban, tropezándose en cascadas de nieblas, de nuevo erguidos, prestos al combate y la muerte real. Los últimos tiempos los encontraron más cansados y lentos. Sin llegar a las torpezas del deshonor, ingerÃan sus propias sombras por errarle al enemigo, o lastimaban un frente de casa pues allà se debatÃa en finos movimientos, la otra cosa absurda: la sombra del contrincante y contra ella o su espejo multiplicado por los faroles embestÃan. Nunca hubo ser alguno que los detuviera pues parecÃan no oÃr consignas, consejos ni retahÃlas de separaciones. Sobre el final empezó a llegar una imperceptible bulla desde el fondo de los comedores, de las casitas de madera por Carriego que mugiendo les decÃan en la luz muerta de la noche con estrella y fondo de tangos que ya estaba bien, que habÃan vencido, que nadie habÃa ganado nunca. Pero se afanaban cuanto más repulsa imperceptible les dedicaban sus movimientos de baile. Obraban a las mil maravillas como escuderos de un cuento. Noche abajo sus pasados se fueron cocinando a fuego lento sonbre el mangrullo de un aceite que parecÃa hervir para deleite de un gigante. La Memoria, el Tiempo, todas cosas asombrosas y bestiales los fueron apaleando hasta dejarles las carnes vivas. Por entonces ya eran borrosos los duelistas, eran nada en el espacio, la gente estaba ocupada en las telenovelas y no en apariciones fantasmales de muerte, redención o chuchillaje. Hubo mañanas en que las veredas aparecÃan gotas de sangre pero se las atribuÃan a alguna pelea de gatos más que a ellos, devaluados en ardores y leyenda. Fueron tomando distancia con su mito y achicándose, limitándose de frÃo y de incomodidad: ya nadie querÃa sostener la charla sobre aquellos dos sujetos que se batÃan a duelo con cualquier cosa, por cualquier cosa. Entonces sÃ, alguno una noche lo dijo: la muerte por duelo habÃa pasado de moda. Y todos aprobaron en medio de una asamblea de dipsómanos solitarios y trabajadores de oficios inertes. Los echaron de sus vidas y a nadie más importó el fluir de los aceros desenvainados, ni los gritos de guerra, ni los pasos apresurados de los duelistas al culminar sus batallas, cuando iban a sus guaridas para curarse las heridas que no habÃan obtenido recientemente. Una noche, sentados en el reborde de cemento del club, los duelistas se nos acercaron. Uno se agachó y lo reconocimos como al más alto: toda su cara era una cicatriz. Un humo azulado le envolvÃa el torso. El otro más bajo, tal vez más reservado permanecÃa alejado. Pero fue él el que habló. Nos mostró unas figuritas y entonces, ya en confianza, se nos acercó con ellas en las manos: llevaba surcos de raspones viejos y al igual que el otro su cara toda era un mapa de costurones. Nos extendió un puñado; estaban gastadas pero eran de las más difÃciles de conseguir. Después los miramos y oÃmos que querÃan: nos estaban proponiendo si querÃamos ir a verlos batirse a duelo en la ochava de enfrente, donde termianba la quinta de los Marranos. Es para probar, dijo el alto muy quedamente. Si les gusta nos pueden ir a ver cuando nos juntemos, acotó el otro. Los seguimos, los vimos por fin luchar, pujar y sangrar; luego huir uno por cada lado de la calle, cada cual a su madriguera, heridos por igual, apresurados en no morirse. En unos mes llenamos el álbum y lo cambiamos por la pelota de cuero. Pero no cumplimos al acuerdo y también, como los grandes, nos olvidamos de ellos, los fuimos obviando hasta que uno se acordó del pacto que tenÃamos y sentimos la punta de un remordimiento, pero ya era tarde, hacÃa tiempo que no se los veÃa más por el barrio. Según contaban los grandes terminaron yéndose juntos por un camino de tierra que sabÃamos, llevaba a la nada, esa nada de horizonte perruno que solo conocen los criminales, las brujas o los artistas incomprendidos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.