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Sábado, 15 de mayo de 2010
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MINIFICCIONES IMPOSIBLES

Por Miriam Cairo
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EL ARTE DE TENER UN PERRO

El perro dio un gruñido pero el hombre no contestó. Por lo demás, si uno hubiera respondido constantemente al otro, si se hubieran respondido adecuadamente, si el ladrido respondiente se ajustara exactamente al gruñido interrogante ¿ocurriría alguna liberación? El hombre pensaba que ese foxterrier nervioso no era el perro que deseaba tener. Tenía en mente otro animal más alegre, pero se había acostumbrado a los gruñidos y no era oportuno pensar en lengüetazos felices. Estaba en manos del foxterrier. Si tratara de salir de ese vínculo, quizás se tentase de vivir, lo que traería aparejado grandes riesgos de desear otro perro. A pesar de todo lo soñado, el día comenzó con el primer gruñido de la mañana. El hombre se había despertado con ganas de comer un gran trozo de carne y al mediodía esos deseos todavía no habían desaparecido. Ya ni se trataba del problema del gruñido que no era una palabra ni un verbo. Porque el valor de los perros consiste en que no es necesario que hablen para mostrar su descontento. Responder, ¿sería importante? ¿Con otro gruñido? La verdad era que el hombre no había tenido un entrenamiento decente para vivir con perros. Por ello, olvidó su apetito, olvidó sus sueños, colocó el collar plateado a la bestia y la llevó de paseo. Y el perro caminó sonriente por la avenida, luciendo orgulloso la fidelidad de su dueño.

COMO SI FUESE POSIBLE

En ese momento, un momento quizás para siempre, un ángel me rozó el brazo, durante tanto tiempo, tanto como tarda en tocar el suelo un suspiro, el ángel me rozó el brazo sin pedir perdón, sin presentar excusas por su atrevimiento. Luego me seguía, caminando pegado a mí con su traje blanco y sus ojos negros, cubriendo con silencio lo que quería expresarme, o bien, yo era quien no me decidía a escuchar aquello que el ángel quería decir. Como fuere, ni el ángel ni yo pensábamos en privarnos de ese silencio. Era imposible negar que él y yo fuéramos propensos a jugar con fuego. Otros jugarán con mariposas. Nosotros con silencio. Quizás esto podría haber sido nada más que un gesto singular de ángel. Pero desde el momento en que él me rozó, un temblor bajó por la espalda mientras a él le ardía el envés del ala.

VASTO MUNDO

Llegan al bar un empleado y un monotributista, un pez y un cordero. Un color y un acontecimiento. Piden café porque no es hora para tomar vino. Piden café porque no se sirven cosas más interesantes en esos pocillos. La mirona bebe. La bebedora mira. La vida de los peces y los hombres se deja mirar apenas. Más allá está la mesa de mujeres. Mujeres hablando de maridos. Maridos que deben estar pensando en sus mujeres. No hay nada más que una mujer en la cabeza de los maridos. Nada más que un marido en la cabeza de una mujer. La mirona tiene en la cabeza café. Tiene peces. Monotributo. Acontecimientos. Hombres. Otras mujeres. La mirona está en eso cuando llega alguien. Y alguien se sienta en otra mesa para no hablar de lo que todos hablan. La mirona casi nunca habla porque cuando habla pierde la cabeza y ocurren cosas. Alguien es tan hermoso como el pararrayo de la hermosura. Con la cabeza puesta la mirona ve que por las venas de alguien corre poesía uruguaya. Ante semejante descubrimiento no puede más que perder la cabeza y pensar palabras de homenaje. Tan fuerte son pensadas las palabras que el pez y el cordero se alarman. No pasa lo mismo con el monotributista ocupado en vencimientos. La mirona bebe. La tendencia de hacer posible todo aquello que sigue siendo imposible, permite a peces y corderos, que son muy amigos y van juntos al bar, dejar en manos del porvenir los imponderables del futuro. La bebedora mira. Un acontecimiento se acorrala. El empleado, como es natural, odia a su empleador minuciosamente. El color no se decide a desplegar su amargura o su gracia. Las mujeres se retuercen de risa y hasta parecería que reír de esa manera es una ironía. La mirona bebe. Alguien forcejea con sus aporías y atolladeros. Se le sale por la nariz el cocodrilo, el acomodador, el piano, la hermosa envenenada. Alguien ha hecho la disección de la rana eléctrica que encendió la lámpara. La mirona mira. La mirona ama.

LA DESNUDEZ DE LOS DESNUDOS

¿Cómo hay que encarar la palabra sexo? ¿Y la palabra poema? ¿Y la palabra amor? ¿Cómo hay que leer lo que las afecta en torno al verbo sentir? Yo no me atrevo a decir poema. Muchos han dicho poema y era perjurio. No me atrevo a decir amor. Muchos han dicho amor y era perjurio. Pero me atrevo a decir sexo. Lo totalizador de la palabra sexo es que no excluye a los peces, ni a los corderos, ni a los monotributistas, ni a las señoras. Pero decir poesía, aparentemente, es muy simple. Sin embargo, si se dice poesía a lo que ya es poesía, desde ese momento ya no es posible. La poesía, parece, por lo tanto, imposible. La poesía es el imposible mismo, con su enorme carga de posibilidad. Pero cómo comprender que se terminen minando las palabras para no nombrar. La poesía no quiere nombrar. La poesía está harta de las palabras que nombran. El amor está harto de ser una cosa nombrada. El sexo se esmera en hacer antes que en nombrar. Lo posible es lo imposible, Derrida. No se perdona más que lo imperdonable, Derrida. Ésta es la desnudez es de los desnudos, Derrida. Ésta es la palabra oportuna. La palabra sexo tiene por corazón la palabra no dicha. Cuando esta palabra se atreve a añadir su voz y elude todos los atajos, los afirmantes, los monotributistas y los corderos tienen un miedo terrible. Temen a la palabra que no nombra porque temen a la posibilidad más que al impedimento. Ya lo han dicho los cuatro jinetes del Apocalipsis: no hay nada más tranquilizador que los estados imposibles.

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