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Miércoles, 2 de junio de 2010
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Viejo ciego, llorabas...

Por Adrián Abonizio
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Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?

En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.

Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?

Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda


Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.

Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.

De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.

Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.

En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.

En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.

Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.

Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.

Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella

Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.

No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

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