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Viernes, 4 de junio de 2010
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El jardín argentino (modelo de Alberdi, del lado del río)

Por Gloria Lenardón
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La planta alta fosforecía. Debido al sol que pegaba fuerte no sólo las paredes y las aberturas fosforecían sino la enredadera de los balcones dilatados por el calor. Mirando la casa me decía a mí misma que debía vivir un familión, que una pareja con mucha, mucha familia, daría vueltas por las habitaciones de las dos plantas interminables; desde la altura los techos caían en declive con una inclinación tremenda, seguro que sus salientes y desniveles esconderían nuevas habitaciones destinadas a usos útiles. El jardín de la casa se desarrollaba muy generosamente atrás, adelante no se alcanzaba a ver nada, lo rodeaba un muro en el que se intercalaban columnas de cemento, el jardín reinaba detrás de la casa.

Debía seguir el muro del costado para dar con la reja que limitaba el terreno del fondo. Ahí estaba el jardín que rompía con cualquier medida. El terreno ondulaba con suavidad hacia el río y el césped lo cubría como la pelusa a un gran durazno. Veía las reposeras entre los manchones de plantas decorativas, dominaban cada sector del jardín y la actividad del río, el mismo viento que empujaba los veleros las humedecía. Me daban muchas ganas de entrar al jardín y dar vueltas, pero no encontraba al jardinero; ni siquiera oía el tractorcito con el que lo había visto cruzar llevando panes de césped. Veía "las flores del amor", aferradas a su terreno, nunca había visto tanta cantidad ni tan pareja, de un tamaño poco común, plantadas en tierra rica. Tenía que entrar, tenía que hacerlo antes de que bajara el familión y se despatarrara en las reposeras. Yo quería adelantarme, tener un rato de soledad, caminar entre las plantas como la naturaleza manda. También la lavanda crecía en grandes cantidades, su perfume ardía, la lavanda que reventaba las cápsulas violetas me mareaba.

Del otro lado de la reja: los agapantos, las flores del amor, las bolas de ese tamaño cien por ciento blancas y espumosas; restallaban más por los pequeños toques de azul de los agapantos de bolas chicas que siempre abundan: los agapantos azules. Algo le había hecho a las raíces el jardinero para que crecieran con ese ímpetu. Más altas se hacían, más fuertes; las hojas lanceoladas se apartaban para dar paso a la vara que se superaba para sostener la cúpula: pétalos gruesos, carne gruesa, la vara se soldaba amorosamente a la bola. Pintados, los agapantos esperaban una mirada que latiera mientras pasara paseando por entre las matas con esas motas.

Era plena siesta, cabeceé debido a la hora, justo la siesta, pero dos agapantos me despabilaron, ajenos se apoyaban uno a otro, se enlazaban en una comunión poderosa. Tengo que cortarlos, pensé, ése y ése. Ése y ése me los llevo. A mi cabeza vinieron las rosas de la Lispector, ese momento en que como yo ahora, Clarice estaba delante de un jardín desconocido, queriendo cortar las flores que tanto le gustaban. En un segundo Clarice cortó las rosas y salió disparando, dejó atrás a su amiga que la miraba con la boca abierta, corrió hasta llegar a su casa y las metió en un frasco, bendijo el agua, las acarició para mantenerlas más brillantes y poder adorarlas como a diosas el resto de la tarde. Medí mis fuerzas, no se trataba de rosas en Brasil sino de agapantos en un jardín de Alberdi, aunque siguiera concentrada durante mucho más tiempo, sopesando posibilidades, nunca llegaría al mismo resultado que la Lispector.

De golpe también pensé en los cerditos que andan por los jardines, los que se devoran todo lo que les despierta alguna sospecha; me dio miedo, miedo al perro, al gato, ¿y si había cerditos dando vueltas entre los agapantos?

_¡Cero punto! me diría mi amiga, la que lee de todo, desde libros de jardinería a libros de ficción. -No hay que cortar agapantos al divino botón, ¿sabés cómo tratar a una flor?, me refiero al trato que corresponde, si no hay una dedicación amorosa nunca se consigue una medalla de buena jardinera.

Todo eso pasaba por mi cabeza. Pasaba el tiempo y no podía entrar al jardín, menos alzarme con los agapantos, un ramaje verde enredaba la reja de la puerta y dejaba pocos huecos. Del río llegaba una luz azulosa, más miraba por las rendijas el jardín y el césped verde recién regado, más lo asociaba al campo, a sembrados creciendo, a pastos de engorde. El familión seguía acampando arriba, nadie daba señales de bajar. Me corrí hasta otro lugar de la reja, me pareció ver cerditos al sol, descansaban en las ondulaciones del parque, el aire caliente del río los doraba. Sus ojitos duros controlaban todo el jardín. Me crucé de esquina.

En la calle no había un alma, ni un auto, ni una moto, nada turbaba la mezcla de perfumes que se desparramaba lujosamente, hinché mis pulmones en soledad. En la vereda me encontré con otro muro, otro portón kilométrico, por encima se asomaban jazmines y rosas chinas, arrastraban otras flores que no intenté identificar; fue en ese momento que vi al jardinero, había abierto la puerta del costado, se veía el tractorcito en marcha, traía un bulto entre los brazos, descargaba agapantos afuera porque los estaba renovando en un sector. ¡Me abanderé con los agapantos! Me exalté, no dejaba de mirar dos bolas, una blanca y otra azul, estaban arrancadas de raíz, los pedazos de tierra chorreaban agua ¿Puedo entrar para dar una vuelta?, le pregunté. -No puede ser, los cerditos no dejan entrar a nadie. Tan rápido como el jardinero apareció, desapareció. Ahora yo estaba en la esquina con un agapanto en cada mano, uno blanco y otro azul, una luz argéntea los iluminaba, mojados como estaban no sabía cómo sostenerlos, por ahí no pasaban líneas, ni taxis, ni nada, traté de correr como Clarice con las rosas, no me daban las piernas, los agapantos me pesaban una tonelada, pensé en el tamaño de mis macetas, corté con las flores del amor: me las saqué de encima, con el barro que desparramaron hicieron un chiquero en el piso, me apuré porque a lo lejos vi cruzar el 153 que iba directo al centro y no quería perdérmelo.

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