El yo y el no yo se deslizan por la casa comunicándose al sesgo, sugiriéndose redondeces, amapolas, imbricaciones. No dirÃamos que en esa sutileza ponen a prueba las más exquisitas formas de sadismo, pero el yo y el no yo tienen inclemencias afines.
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Flora no, Alejandra. Alejandra fauna del silencio. Del silencio que se deshoja desde sà mismo y cae palabra por palabra. Fauna se va. Fauna no vuelve y sobrevive en la memoria. Relampaguea en la noche atravesada de graznidos. Salta de los libros hasta el hondo hueco de la boca como el joven animal en su primera noche de cacerÃa. Adentro, Alejandra. Bien adentro de la boca tengo el alma.
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Durante el dÃa, me acuerdo del movimiento imprevisible de la noche que deja caer sobre los techos sus peces con cara de vÃrgenes. Me acuerdo de las estrellas que ruedan por el suelo derramando su jugo. Durante el dÃa busco los restos de la noche. Su abundante ausencia me llena de signos y muros. Durante el dÃa existe la noche. El silencio existe en la palabra. Flora existe fauna.
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No podrÃa llegar la noche cuando todavÃa no ha llegado tu silencio. Un silencio enorme de Alejandra pequeña. Mientras te aguardo, un ángel oscuro aparece y vuelve a desaparecer. De pronto lanza una mirada hacia atrás y entra en la casa desde el patio. Me mira fijamente. Te busca dentro de mÃ.
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Vueltas y vueltas da el yo en torno a su no yo y le inventa su dulzura. Cada vez más cerca contemplan su fragilidad mutua. La fragilidad es el sabor del no yo que me vislumbra. Mi no yo existe porque un dÃa me dije a mà misma que debÃa tragarme toda la dulzura hasta transformar la ausencia en una rosa de azúcar. Supongo que son cosas del destino. Dije azúcar y no dije hiel.
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Un libro se escribe con lágrimas no lloradas. Alejandra abre su yo como hojas de un libro. Antes de llorar hay que leer a Alejandra. Entonces una no llora. Una hace un silencio muy fuerte. Una palabra muy fuerte. Una metáfora de carne, de tela y de aceite. El yo de Alejandra es un alimento, una legumbre que sacia. A nadie se le ocurre que el lector de Alejandra sea un animal del olvido ni que sepa de memoria las canciones miedosas del alba. Nadie cree que el lector de Alejandra sea el ahorcado que se balancea en árbol marcado con la cruz lila. Más aterrador es el mapa de América, con un monstruo instalado en la cabeza. De eso sà cualquiera puede morir.
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Desde ahora, hasta el final del mundo, mejor serÃa alterar los estados previstos, despojarse del falso corazón de los domingos, y ejercer el dominio de los sueños. Eso, que no tiene pausa ni origen, y que no se refleja en el espejo sino a través de incandescencias y surge del otro corazón, el verdadero.
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Esto de convertirse en el sabio de la no sabidurÃa, en la noche de toda oscuridad, este privilegio de ostentar el poder impotente que domina la inhabilidad, esta victoria exultante de lo que no sucede, desmiente esa vieja presunción testimonial de lo evidente, porque la palabra habla desde la ausencia de toda palabra.
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Hay momentos fuertes, momentos oscuros, momentos en que tu yo, Alejandra, cierra la ventana destinada al suicidio y flota alrededor de otros yo que buscan mantenerse lejos de toda ventana que invite a la caÃda. En momentos de confusión, no tiene sentido quedarse encerrado en un mismo yo.
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Veo crecer tus ojos con formas deshojadas. Sólo yo puedo ayudarte a no pedir ayuda. Sólo mi no yo puede sacar a esas mujeres vestidas de rojo adheridas a la entretela de tu respiración. Por todo ello, Alejandra, anocheceme en tus sombras. Soy tu corazón ajeno. Puedo demostrarte qué posible es no decir nada. Callarse hasta la memoria y jurar que de todos mis silencios, el más hermoso es el que te nombra.
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