Manuela tenÃa una tortuga mucho antes de la coincidencia con la canción. Ella y su bicho eran lo mismo y se las llamaba por ósmosis a ambas de igual modo. Se la habÃa traÃdo el papá que era camionero de Salta, lugar donde nos enteramos que vivÃan. Era de las de tierra pero también habÃa de agua que eran ovoides y con dos tiritas colgantes bajo la mandÃbula y habÃa que mantenerlas cerca de un charco de lo contrario morÃan. A la mÃa la mantenÃa en el jaulón donde mi viejo criaba diamantes que son unos pajaritos chinos que se reproducen como ratas y tienen una descendencia florida y bella que el traducÃa en algún dinero extra para la casa. Mi tortuga reinaba entre el mijo algo podrido, las hojas de lechuga oxidadas y el agua nunca del todo clara que manaba de una torrecita de cemento que habÃan construido en el centro. Una tarde que me junté con Manuela confrontamos a ambas y no pasó nada. Ella estaba sentada frente a mÃ, con sus trenzas y su vestidito verde. OlÃa a colonia, tenÃa pelitos dorados en las piernas. Sobreactuando un aplomo que no poseÃa, la conduje hasta la terraza para que viera como desenganchaba un barrilete que se mecÃa, medio fantasmal en la antena y asà jugar con su miedo ancestral al vértigo, mi modesta gallardÃa sin lÃmite para deambular sobre el vacÃo. Lejos de estarse angustiada le pareció fabulosa la idea. Te falta sacar la cola, me gritó desde los cinco metros de abajo, cuando yo intentaba descender con el honor y los huesos intactos. Es un pedazo de trapo, repliqué. No importa, tenés que sacar todo. Asà lo hice solo pendiendo de un pie en el borde de ladrillo con murito y el otro encajado justo entre los hierros. Bajé con el vellón sucio. Lo tomó y lo olió. Hmm, tiene olor a viento de la primavera. Ah, contesté. El pelo rizado en bucles se le enredaba en la cara y decidió atarse la colita. Debajo de las axilas habÃa otro vello indeleble y dorado. Sin pensarlo me explayé: Tenés pelos rubios en las piernas y ahà pero en tu cabeza son negros. Es porque ya me hice señorita, contestó resuelta. Abajo,junto a la mesada de la cocina, mientras mi madre fregaba delante nos mostramos que tenÃamos pelitos de distintos colores, pues distintos eran los pubis y distintos los sexos. Yo tenÃa más, ella menos, pero eran más perfectos, bordeando el tajito tenue y el enmarcado en las puntillas rosas de su bombachita. Yo habÃa olvidado el calzoncillo que de ser blanco inmaculado ella no se hubiese reÃdo como lo hizo. Porque estaba amarillento de uso y parecÃa meado. Cuando me acordé ya era tarde. Ahora me la tenés que agarrar, le contesté a su burla. Bueno, ya somos novios entonces. Ante una estampita, junto a la máquina de coser y la radio decidimos casarnos. Le di un dedal por anillo y ella me chupó la oreja como beso nupcial. Era un beso acuoso de perrita que me dejó un olor desagradable a saliva y a sudor contrariado, metido en el miedo reinante en la casa por lo que estábamos haciendo, las hormonas fragantes que expelÃan lo suyo. Olés como un bagre, me susurró cuando quise devolverle el beso en los labios y se lo estampé por la ceja. Mi madre se habÃa silenciado en una pausa de su esclavitud asà que nos alejamos y fuimos hacia la cocina. En el rincón, dentro de la caja ambas tortugas estaban quietas, ignorantes una de otra. Yo sentÃa el pito pegado al calzoncillo porque, como habÃa descubierto no hacÃa mucho, expedÃa su saliva poderosa como adherente en algunos momentos que pensaba o veÃa ciertas cosas. Se lo dije. ¿Duele?. No, para nada, hay que despegarlo despacito, asÃ, ¿ves? Y me metà la mano que se salpicó en menos de un segundo. Ella asistió al evento dando un respingo: ¡Sé lo que te pasó! ¡Yo sé lo que te pasó! Cantaba su sonsonete y me apuntaba con el dedito. Yo le mostré los mÃos, los derechos. Ella extendió con los suyos la telaraña invisible que se habÃa fabricado y armó un hilo plateado desde mi anular al suyo. Un puentecito, exclamó, al tiempo que se cortaba y al restante del material de mi construcción ella se lo llevó a la boca. Es como una harina. Nunca la probé, contesté. Eh, estás colorado como un tomate, tomá quedó un poquito, probalo y me deslizó su meñique por mis comisuras. Luego pidió que encendiéramos la televisión porque querÃa ver una novela o se iba a la casa. -¡Encendela ya o me voy, ya son las cinco! !Y la novela era a las cuatro y media! !Sos un malo! ¿Porque no me avisaste?. Afuera ondeaba otro barrilete que habÃa descolgado el viento solo y que pertenecerÃa a algún vecino. Mirá, ¿Querés llevarte ese barrilete? Eso que dijiste es una idiotez. Sos malo, lo que quiero es ver la novela y vos estás ahà parado como un estúpido. Tuve miedo que oyeran que me retaba, tuve pánico a que se pusiera a gritar o llorar. Nada sabÃa de las mujeres y era mi primer matrimonio al fin y al cabo. Hizo un chasquido con la boca, capturó a Manuela y de un portazo abandonó mi casa.
Cuando entró mi madre notando mi extrañeza y el silencio alargado ya en la oscuridad de cielo nublado de repente me preguntó por ella. Que se yo, se fue para ver la novela. Y claro, hijo, a las mujeres eso nos gusta. Y mirándola de espaldas, en puntas de pie para alcanzar una botella de bencina del aparador alto no dejé de admirar sus lindas piernas. Me hubiese gustado sentarme y contarle lo que estaba sintiendo, ella entenderÃa seguramente. ¡Ay Dios, una nunca termina con las cosas de la casa!, pasó bufando a mi lado con un franco malhumor. Me pareció que no era el momento. Devolvà a mi tortuga a su jaulón, me quedé allà junto al tejido en cuclillas, fascinado por la aspereza del caparazón y porque en cinco minutos a lo sumo ya se estaba haciendo de noche en el mundo y estaba viviendo mi primer divorcio.
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