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Jueves, 15 de julio de 2010
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Pequeños rebeldes

Por Jorge Isaías
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A veces me lo han dicho -otras muchas lo he pensado cómo puedo extraer tantas historias, tantos nombres de un lugar geográfico donde lo mínimo tiene su reino y todo lo reducido tiene su asiento, pero es así. Nadie me manda a recoger y reduplicar aquello que no interesa más a nadie. Me interesa a mí. Es suficiente.

Lo hago por dos razones: la primera es absolutamente egoísta, porque me gusta y me da placer a mí, la otra es de estricta justicia. Nadie lo hará por mí. Y aquellos hombres y mujeres que tuvieran una vida sobre la tierra serían olvidados si yo no cumpliera con este sino absolutamente legítimo. Como yo convivo desde siempre con esos rostros, con esos amaneceres, con ese piafar de caballos bajo la lluvia, con ese andar lentísimo del arado al que rodeaban nubes blancas de gaviotas, a ese traquetear extático de las trilladoras cuando por el aire saltaban las vainas brevísimas del trigo o la cuchilla larguísima de la cortadora de alfalfa segara ese verde, como lluvia de "chinches verdes" y nubecitas de mariposas blancas encariñándose de blancor de las florcitas de la alfalfa.

Otras cosas que no son paisaje siguen con uno, aunque a fuer de verlos repetidamente uno ya lo incorpora a esa foto que como un callo le recuerda una escena extática.

Otros ruidos están, permanecen y basta pensar en el objeto que los producía para que vuelvan, obstinado, entre las nubes densas de la memoria: el ruido del vástago del molino, cuando las aspas podían retener todo el viento y producir ese golpeteo persistente extrayendo el líquido cristalino para que los animales bebieran a su antojo asentando a través de sus grandes lenguas y gargantas el calor y la sed de los eneros.

En noviembre empezaban a circular por las últimas calles del pueblo las grandes trilladoras pulverizando mariposas. Iban con su casilla, su cocina a leña con rueditas y su carrito aguatero. La acompañaban el canto alegre y despreocupado de los cosecheros y un enjambre de perros seguidores.

Levantado el trigo de toda la colonia, buscaban horizontes de pan en otras provincias porque se debía ganar sus buenos pesos para pasar los otoños lluviosos hasta que en el invierno toda esa gente pudiera volcarse a la juntada de la cosecha gruesa, es decir del maíz, cuyas posibilidades de evaluar rindes estaban todavía muy lejanas. Dependería de muchas variantes: la semilla, el agua, el sol, pero sobre todo la calidad del suelo, ya que como decía el chacarero, italiano y filósofo Carmelo Mosso "campo bajo nunca ha sido alto".

Es decir que campo inundable no era bueno para la agricultura, apenas para la ganadería. De todos modos, todo este tiempo era posible cuando el tiempo no existía o estaban siempre al comienzo, o por comenzar y como era yo una pequeñez sin mucho sentido que transitaba como un gorrión libre y perdido revoloteando (es un decir) los callejones polvorientos y perdidos, que se escondían tras una mata de yuyo arisco y miserable.

Ese atardecer, como casi todos, nos reuníamos con mi amigo Roberto Vega, al terminar él de trabajar en el reparto de helados de don Miguel Balagué.

Desataba el carro en los fondos de la heladería que funcionaba en la misma casa familiar, soltaba el matungo sufrido, lo ingresaba en los terrenos del ferrocarril, sorteando el guardaganado que protegía las vías de los animales y luego, con el freno en la mano se llegaba a saludar a su abuela, doña María Pichichello, quien vivía justo enfrente de mi casa. Varios usaban esos terrenos llenos de hinojales altos, no teniendo potrero donde dejarlos.

Entre ellos el inefable don Miguel Balagué, de honrosa memoria de los que en el mundo han sido. Luego de saludar a su abuela y tomar una ligera parvedad, me hacía el silbido convenido como seña y yo salía, si ya no lo estaba esperando y nos íbamos a sentar a esa esquina de la cortada cubierta de pasto.

Como en la niñez el helado se asociaba al verano, es seguro que estaban instalados cómodamente en esa estación.

Luego de una extensa plática, donde regularmente yo lo acompañaba hasta las vías que distan tres cuadras y medias escasas de mi casa, y tres de la esquina.

Ese día no fue excepción entonces. Veníamos por el medio de la calle conversando de las tribulaciones acordes a chimentos de entonces. Doce años él y yo dos menos. Al llegar a los últimos cien metros, vimos en el largo paredón de los Iglesias, que guardaba un monte de naranjos, mandarinos y limoneros por demás apetitosos, con una implosión de botellas rotas en la cima de ese muro. Pero esa vez no fueron las mandarinas lo que llamó nuestra atención sino una cantidad importante de carteles políticos. Campaña electoral no sería porque eran tiempos de la Libertadora, con su secuela de fusilamientos, sindicatos intervenidos y represión.

No sé el carácter de los mismos, no recuerdo que decían pero eran unos grandes afiches de papel blanco con inscripciones en rojo, llamando tal vez a un acto partidario. Eran -de eso estoy seguro o pertenecían al partido radical.

El tenía que cruzar las vías y todo el pueblo, ya que vivía en ese otro extremo del pueblo. Pero sin mirarnos tuvimos los dos la misma reacción, casi de militantes. En nuestras casas se respiraba un intenso aire peronista y tal nos creíamos nosotros.

Nos aproximamos al tapial y comenzamos a romper los carteles, que habían sido pegados recientemente.

De pronto, un grito a nuestras espaldas nos heló la sangre.

Mocosos de porquería, ahora los denuncio a la policía.

Era don Gerónimo Pozzi, quien con una larga escalera al hombro venía de algún lugar donde habría arreglado algún desperfecto ya que era empleado de la usina eléctrica local. Lo vimos que doblaba hacia la izquierda, porque en ese tiempo la comisaría estaba a escasos metros de la casa Iglesias, justo enfrente de la plazoleta de la estación.

Roberto, siendo el mayor decidió qué hacer. "Voy hasta la esquina me dijo-. Si entra te hago señas con el freno y sino te saludo con la mano".

Hecho, le dije yo.

Cuando me hizo señas con el freno empecé a correr hacia mi casa. Al llegar a la esquina de la cortada lo esperé.

Entró, me dijo -entró.

Decidimos escondernos en el maizal de don Clemente Gerlo, ya que la policía, colegimos, para castigar el delito nos buscarían en nuestras casas.

Cuando anocheció y al ver yo a mi madre que salía con frecuencia a la calle y me llamaba decidimos jugar nuestro papel de héroes y dejarnos apresar.

Seguramente don Gerónimo nos jugó un chiste porque nada pasó.

Lo que no me quedó claro es si la broma no era una emoción de radical que veía cómo dos chicos rompían un cartel y ya nunca sabré la verdad porque él se ha muerto hace tiempo.

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