Mis padres se habÃan ido de viaje por un tiempo. Fui a parar al Valle de Punilla, a casa de una prima de mi madre: vivÃa con tres hijos y un marido voluminoso que desbordaba la cabecera de la mesa que ocupaba la cocina. Suelo pensar en esa mesa de vez en cuando. Nunca supe de dónde la habÃan sacado ni el por qué de su curiosa cualidad. Pero en ella se ahogaba toda lengua conocida.
Me explico: uno se sentaba a la mesa y la comunicación verbal con sus congéneres, en un idioma inteligible, era una utopÃa. La cadena de signos lingüÃsticos que se representaba en nuestra mente seguÃa siendo la misma que en cualquier otro momento; lo que salÃa por nuestras bocas, en cambio, era algo ajeno y carente de sentido. Como si se produjera una ruptura entre el código que conformaban los elementos del lenguaje y su materialización, el habla. Uno pensaba en la sal, que estaba en la punta más lejana de la mesa, y el término le venÃa de inmediato a la mente, una relación entre el objeto, concepto o sustancia y la palabra que lo identifica sin ningún tipo de impedimento. Incluso sabÃa que para pronunciarla debÃa utilizar un alfabeto especÃfico y una combinación de sonidos que acabarÃan por formarla: un silbido entre dientes, la boca abierta, la lengua curvada contra el paladar. Pero en el momento en que los labios se movÃan, sólo se escuchaban gruñidos y chasquidos que parecÃan responder a lenguas absurdas y distantes, carentes de vocales. Digo lenguas porque si en la mesa habÃa más de un integrante, los idiomas que hablaba cada uno eran invariablemente distintos.
La comunicación verbal, en suma, era impensable.
Apenas llegado a esa casa traté de rebelarme. Me levantaba de la mesa y me alejaba hasta la puerta de la cocina, desde donde podÃa expresarme en forma clara y coherente: «Alcanzame la rúcula», «pasame el hielo, por favor», «qué rica está la tarta». Los demás, sin embargo, como si el efecto babélico de la mesa no afectara solamente el habla sino también el oÃdo, se encogÃan de hombros para mostrar que no lograban entenderme.
A ellos parecÃa no molestarles. O bien se habÃan acostumbrado. Se comunicaban a través de gestos, miradas, ademanes. Representaban las ideas como si pertenecieran a civilizaciones diferentes que acabaran de coincidir en un claro de la jungla, o dibujaban elementos en el aire, con el Ãndice extendido, para representar el objeto al que hacÃan referencia.
Creo que no siempre se entendÃan. Utilizaban, a veces, los elementos al alcance de sus manos para trazar significados confusos o representar acciones ambiguas que siempre dependÃan del contexto. El cuchillo que el padre mostraba podÃa ser una orden perentoria cuando alguien discutÃa "cortala de una vez"; hacer referencia a la persona que les habÃa regalado el juego de cubiertos "la tÃa Chela" o indicar escasez -por aquel entonces ya se habÃan perdido varios.
Recién recuperábamos la coherencia entre el lenguaje del pensamiento y el habla cuando, al cabo de la cena, los tres chicos y yo nos alejábamos para mirar televisión, jugar a las cartas o leer en el porche bajo la brisa de verano. Los mayores, sin embargo -la prima de mi madre y su voluminoso marido- solÃan permanecer todavÃa un largo rato en la cocina. Se servÃan café y extendÃan la sobremesa, mientras inventaban o construÃan un idioma común de gestos, miradas y silencios.
No conocà pareja que se entendiera mejor.
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