Con el apretón de manos del último paciente de ese dÃa aumentó su preocupación. No sólo habÃa dado por terminada la sesión apresuradamente, sin convicción alguna, sino que realmente no lo habÃa escuchado.
El rostro de Mario aparecÃa cada vez con más fuerza en sus sueños y en cualquier parte, comprando tabaco, saboreando algún plato o un buen alcohol que a pocos dÃas de la operación, estarÃan prohibidos para Mario. En un analista con su recorrido estas irrupciones eran claramente una interferencia. HacÃa rato que Inés lo notaba raro y asà se lo dijo ella durante una cena, con la franqueza de siempre. No tenÃan secretos y mucho menos profesionales, desde aquél congreso lacaniano cuando supo rápidamente que serÃa su mujer y pudo imaginarse lo que vino después, veinte años de mirarse ligados por un misterio parecido a la felicidad.
Sin embargo no habÃa hablado con ella sobre Mario y un silencio denso como la humedad, iba ocupando lugar como otro integrante de la casa. ¿Pudor, inseguridad? No lo sabÃa, pero callaba.
El fantasma de la muerte que perseguÃa a Mario desde la adolescencia estaba siendo lentamente acorralado y una débil luz percutÃa de a poco su doloroso pasado. Luz que a veces retrocedÃa en el análisis frente a algunos escollos que surgieron cuando Mario se percató de algunos deslizamientos suyos. Mario se habÃa dado cuenta de su dificultad en aumentarle el precio de las sesiones o de la inutilidad de una invitación a una conferencia suya que supuestamente lo concernÃa; también de aquella sesión osada, cuando aceptó el desafÃo de Mario de realizarla caminando por la calle y que no resultó, porque antes que él, Mario supo que aunque la jugada los atraÃa poderosamente, era prematura para esa etapa del tratamiento y tardÃa para volverse atrás al mismo tiempo.
Pero el afán de cura en Mario era tan admirable como las señales que enviaba para preservar su lugar de paciente y no ceder a sus deslices involuntarios. En medio del vértigo de las sesiones, Mario se movÃa como un torero experimentado que olfateaba el verdadero peligro y con gestos sutiles, esquivaba las situaciones engañosas habilitando siempre con ingenio, los espacios que él aprovechaba para rectificar el rumbo del análisis, en un acuerdo tácito y sorprendente.
Pero desde que Mario decidió operarse algo habÃa cambiado. CirugÃa menor, sin riesgos aparentes, se dijo. Pero ¿por qué Mario no hablaba desde entonces una palabra sobre un asunto ineludible? ¿Por qué él a su vez, sentÃa tanta necesidad de volver a escuchar los viejos fantasmas de Mario o a su anestesia definitiva, como se refirió no hacÃa mucho a la posibilidad de terminar en el quirófano con su angustia insobornable? ¿Por qué hoy, el dÃa de la operación, no habÃa escuchado a ningún paciente como tampoco escucharÃa a Inés durante la cena? ¿Cansancio? No se lo creÃa.
HacÃa tiempo que habÃa admitido una inclinación por Mario.
El le habÃa devuelto esa pasión excitante y maravillosa por develar los pliegues del sufrimiento, por ir siempre un poco más allá en el intento de arrancar los nombres desconocidos que maltrataban ferozmente la existencia de Mario, colgada de una luz flaca y atea que por momentos lo estremecÃa. Tanto como la muda vigilia que mantenÃa después de los ataques de pánico y de los tormentos que atravesaba en soledad, sin alcohol, sin drogas, sin Dios.
Ese punto del estilo de Mario para sobrellevar la vida se revelaba poético y en cierta forma lo envidiaba. La postura de Mario frente al padecimiento encerraba un coraje que lo hacÃa pensar en su propia travesÃa por la angustia de su juventud, la que lo llevó a abrazar esta profesión y sobre todo a Dios, preguntádose ahora si no habrÃa tomado el atajo en el camino hacia la Verdad.
Y en esa inútil comparación se sentÃa más pequeño, como si desconociese que el dolor no se compara, que siempre es muda soledad en la asamblea del dolor.
Y asà se encontraba hoy, inútilmente preocupado en el dÃa de la operación de un paciente que además él, como médico, sabÃa que no era de riesgo, aunque en la última sesión le habÃa pedido que le hiciese llegar las novedades. Porque la decisión finalmente habÃa sido de Mario, clara y limpia. Y nada indicaba que pudiera hacerse una jugarreta inconsciente en la anestesia. Esa era zona de nadie, es cierto. Pero Mario ya habÃa saldado muchas cuentas con su padre, el cáncer materno, los compañeros muertos.
Su alma se deslizaba con pocas deudas por las vÃas de un destino incierto, con la sola dimensión de su amor como equipaje. Se escuchó diciéndose en voz alta que nadie se queda entonces en la anestesia de una cirugÃa menor. Sus pensamientos se mezclaron con las hojas del otoño mientras bajaba del taxi que se detuvo frente a su casa, seguro de que deberÃa ver esto con algún colega, cuando desde la puerta de entrada vio acercarse lentamente la figura de Inés, extrañamente serena, ignorando la llovizna y el viento que la empujaban a sus brazos, para escucharla decir, como desde muy lejos, con ese tono imperturbable de los noticieros ingleses que cuentan por igual miserias y alegrÃas de este mundo, que terminaba de recibir una llamada de la hermana de Mario.
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