Volvió de la escuela a las corridas. Las cuatro cuadras hasta la casa, las hizo atropellándose con la mochila, pisando charcos, cruzando la calle casi sin mirar. Entró por el pasillo porque esa puerta estaba abierta todo el dÃa. Al llegar al patio, no encontró olor a torta ni a tapitas de maicena para armar alfajores.
Ya dentro de la casa, la segunda señal fue el orden en la cocina. El horno limpio, impecable. Los repasadores extendidos sobre la mesada.
Respiró hondo.
Se acordó que en la mochila tenÃa un alfajor. Lo rescató entre cuadernos y escuadras. Estaba un tanto aplastado y se lo veÃa hecho migajas. Le quitó de forma suave el envoltorio tratando de no desarmarlo más y lo acomodó en un platito. Buscó la velita que le encienden todos los siete de Agosto a San Cayetano para que nunca en la vida falte el trabajo, y la introdujo despacio, en el centro del alfajor.
Se sentó frente a él, ansioso. Miró hacia los costados dejando pasar el tiempo. Luego se levantó y recorrió la casa. No habÃa nadie. Volvió a sentarse frente al alfajor y esperó otro rato. Como cinco minutos. Para él, fue toda una vida. Notó como las sombras de la tarde se aquerenciaban sobre la ventana, ganando el interior de la cocina.
Cagamos -dijo. Se hace de noche.
Tomó un fósforo y encendió la velita. Se acomodó bien en frente del alfajor y empezó a cantar: ¡Me los cumpla feliz, me los cumpla feliz, me los cumpla, Betito, me los cumpla feliz! Y continuó: ¡Bien, bien, bien! Aplaudió lo más fuerte posible. Comenzó a golpear la mesa. Las manos calientes, las palmas rojas de tanto aplaudir. La voz ronca de gritar.
¡Bien, bien, Betito! ¡Viva, Betito! ¡Bien, bien! ¡Me los cumpla feliz, Betito!
En ese momento, llegó el papá.
TenÃa cara seria. Un gesto agobiado. Solo atinó a mirarlo. Tiró la campera en la silla y siguió hasta el baño. El intentó esperarlo sentado hasta que saliera. No pudo. Se levantó y salió tras él.
Papá, papá -llamó delante de la puerta.
Nada.
Papá?papá ¿te falta mucho?
Silencio.
Ya casi se iba cuando escuchó tirar la cadena. La puerta se abrió y su figura, que casi no cabÃa en el marco, emergió.
Hoy es mi cumpleaños, papá -explicó. Por eso gritaba.
Sobre la cara del padre se aposentó una sonrisa a medio hacer. En ese instante, llegó su hermana. Lo abrazó dándole una cantidad enorme de besos. Volteó hacia el padre y exclamó:
¿Lo saludaste, papá? ¡Es su cumpleaños! ¡Dale, saludalo!
Ya sé, ya sé, -ensayó el padre con la sonrisa a medio hacer. Ahora, un poco más desnuda. Estaba en el baño, contestó ¿Cómo no me voy a acordar?
Su hermana empezó a hablar y contó que la tÃa Concepción iba a traer chocolate para tomar y una torta de vainilla. Aprovechó para darle su regalo: un chocolatÃn Jack. Y para colmo, con el caballero rojo de sorpresa. Saltó de alegrÃa por toda la casa.
Se sentaron a esperarla. A cada tanto, como al pasar, él espiaba el rostro de su padre que seguÃa en silencio. Las manos entrelazadas sobre la mesa. Los nudillos maltratados, fruto del frÃo que azota la ciudad cuando amanece. No se les hizo tan larga la espera porque la tÃa llegó al ratito. El chocolate estaba riquÃsimo. Como siempre.
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