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Lunes, 9 de agosto de 2010
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Olores en la biblioteca

Por Javier E. Núñez
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Hay bibliotecas caóticas: la mía es una de esas. Los libros parecen dispuestos al azar o respetando leyes ilógicas como el orden cronológico de su compra o el momento en que fueron rescatados de esos rincones de la casa donde los suelo abandonar. Existe, sin embargo, un orden secreto que nunca antes confesé. Están acomodados, si me permiten la expresión, odoríficamente.

Es simple. En algún momento de mi vida empecé a percibir olores en los libros. No el olor habitual y uniforme de un libro nuevo sino otros, variados, subjetivos y complejos. Lo noté con Obra completa de José Pedroni, una edición de 1969 de la editorial de la Biblioteca Vigil. Durante el primer embarazo de mi mujer leí una poesía cuyos versos iniciales decían así: "Haz con tus propias manos/ la cuna de tu hijo./ Que tu mujer te vea/ cortar el paraíso."

Un par de días después volví por el mismo libro. Percibí un olor extraño, atípico, que se hacía más fuerte en el estante del volumen de Pedroni. Abrirlo fue asomarme a un bosque insospechado. Olía a madera fresca, recién cortada; el perfume que escapa del tajo que deja un hachazo en un árbol erguido.

Por un instante creí que esta rara cualidad se restringía al libro de Pedroni. Pronto comprobé que estaba equivocado: cada uno tenía su olor, uno que acaso había estado siempre y se había hecho evidente en ese momento o, quizás, uno nuevo que se le había impregnado en ese momento por algún fenómeno inexplicable. Sólo más tarde, con el paso del tiempo y un examen profundo de cada libro, entendí que los olores se vinculaban a un recuerdo o impresión que me había dejado ese libro. Ese prodigio no era intrínseco de los libros, sino producto de mi percepción. Los reordené a todos. Hasta entonces había mantenido una clasificación rigurosa: autores argentinos en los dos estantes de arriba; latinoamericanos en el siguiente; poesía en el primero de la izquierda. Los libros de cuentos ocupaban tres estantes: los dos primeros ordenados alfabéticamente por autor, el último con antologías temáticas. Etcétera. Cada cual tendrá su forma de ordenarlos; muchos, alguna como ésta.

Pero a partir de ese día tuve que inventar una nueva clasificación. Una más arbitraria, confusa, insondable para los amigos o visitas que tratan de llevarse algo prestado: ordené mis libros por olores. Así, un libro de Paul Auster puede acabar junto a uno de Borges porque ambos comparten cierto olor a musgo, tierra húmeda y a piedra, como de interior de laberinto, y otro del mismo autor ocupar el extremo opuesto de la biblioteca. La noche del oráculo, por ejemplo: está en el rincón de abajo, junto a libros con olores a escritorio lustrado, goma, papel y tinta. Como una gran paleta de colores, mi biblioteca tiene familias de aromas, intensidades y gradación. Hay secciones de río, sauce, barro o pescado; de asado y pasto fresco; de pólvora y sangre; de mate y fogón.

Es, ciertamente, una categorización compleja. Hay libros que tienen más de una serie de olores "esto es muy común en los libros de cuentos o de poesía", pero siempre hay un conjunto en particular que es más perceptible que los demás. Hay un libro de Cortázar, por ejemplo, con olor a arroz con leche, ceritas y caracoles pero también a humedad, a telaraña y sudor. Lo ubiqué en la categoría de la última gama, porque era la más fuerte de las dos. Es complejo y a la vez simple. Describirlo, explicarlo, es una empresa inútil. Pero basta con ir a mi biblioteca, cerrar los ojos y dejar que los aromas me guíen para que cada cosa cuadre en su lugar.

No voy a negar que este método presenta algunos inconvenientes. Buscar un libro específico lleva algo más de tiempo. Cuando viene mi hermano, por ejemplo, y me pregunta a los gritos si tengo algo de Bradbury mientras preparo el mate en la cocina: "Hay uno entre los que tienen olor a plástico, hierro y lavanda. Ojo, no te confundas con los que huelen a óxido y tierra seca, nada que ver".

De más está decir que no lo encuentra: tengo que ir yo, acariciar cada lomo con la yema de los dedos mientras distingo los olores, hasta llegar a la sección buscada. Es mucho más fácil, en cambio, buscar libros que abandoné por la mitad -son los que tienen olor rancio, como a yerba de ayer- o los que todavía no leí. Esos están arriba de todo porque "todavía" no poseen ningún olor que los clasifique.

Pero existe una ventaja. Los libros que leo en el momento nunca están en la biblioteca, sino a mano. A la biblioteca me lleva la relectura. Es raro que busque un libro para revisar alguna cita: para eso está San Google. Puede que recuerde un cuento o un libro por un suceso particular y decida releerlo. Pero, en general, la visita a la biblioteca obedece a un estado de ánimo repentino, a la necesidad imperiosa de leer cualquier cosa, al insomnio, al aburrimiento, a las ganas de ir al baño. Y entonces, con esa sensación incierta, nunca sé qué elegir. Ahora, con esta clasificación que puede parecer absurda, el tema es mucho más simple: cierro los ojos y huelo. Siempre hay un aroma que tienta, que seduce. Ese es el indicado.

Por eso mantengo este caos aparente. Sé que no soy el único. A veces, cuando pido un libro prestado, no me sorprende ver a alguien cerrar los ojos frente a su biblioteca para encontrarlo. Nunca pregunto a qué huele: prefiero descubrirlo. Pero, secretamente, nos reconocemos como miembros de una misma legión.

Ahora, ustedes también lo saben. Y puede que la próxima vez que visiten a un amigo no se sorprendan al ver cómo encuentra, en una pila anárquica de libros, la novela que le prestaron. Incluso puede ser que al recibirla la abran, se lleven las hojas a la nariz y los sacuda un olor familiar e inconfundible, como si siempre hubiese estado ahí. Después solo será mirarse el uno al otro, y compartir en silencio esa complicidad.

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