El tÃo Antonio era lechero y vivÃa en una casona que parecÃa darle la espalda al confÃn del mundo: sobrevenÃa el campo arado y un horizonte de nadie. Era alto, dientudo, más ciego que un topo y una fortuna en el corazón que equivalÃa a cualquier daño de este mundo: bondad cósmica, alta, tremebunda, inquieta. Me dejaba cabalgar sobre una trilla abandonada, lavarle la yegua blanca, la Blanquita, con quien hacÃa el reparto "mi socia", largaba, amagando a besarle el hocico . Iba de aquà para allá, toscano entre dientes, explicando. Este es el bozal para cabestro corto, el bocado, la anteojera, la cogotera, la hociquera y la sudadera... Todo con "era", para que no te olvidés, decÃa señalándome con el dedo que parecÃa un sarmiento de parra. Ella solita sabe, le ponés todo y salimos. El gallo gritaba al lado mÃo y era un amanecer envarado, preparándose para el salto desde la escarcha a la disolución de sus fragmentos en cuanto el sol empezase a derramarse sobre el pasto. -La cama tiene que tener pasto bueno y ser cómoda, como la de las personas, y escurrÃa dentro de su bocaza el medio litro de café con leche, mostrándome el dormitorio de su reina cual paje orgulloso. ¿Vas bien abrigado? y me tanteaba el pecho para registrar que llevaba dos pullovers y el papel de diario sobre la camiseta. Después al camino de calles de tierra y el reparto. La yegua paraba sin necesidad de aviso y el tÃo Antonio descargaba de un tacho donde yo mismo podÃa haber entrado, un litro, a veces dos en el botellón que dejaban preparado o directamente en la jarra de la vecina que ya lo estaba esperando. Aquél vaivén, con el culo aún frÃo en el tablón de silla me producÃa un encantamiento sin igual. Siempre serio, siempre serio, me chuzeaba. Yo andaba pensando en mis otros asuntos: tener que regresar a casa, al colegio, lejos de este olor a pastura y tabaco que resumÃan la libertad. Un fin de semana salteado con los tÃos y el reparto del sábado por la mañana. Después, la ciudad, la tarea y mi pobre padre que intentaba ser como el tÃo de comprensivo y al que yo, cruelmente iba aislando para su martirio: imposibilidad de acercárseme, de trascender en el hijo, de producirme contento con chistes fáciles y descripción de goles que me habÃa perdido de escuchar. La paró Messiano y se la pasa a la Chocha, pero no ve que de atrás lo sigue el de River; igual le pega alto de puntÃn al corazón de área y claro de rebote quien la agarró y la metió con arquero y todo: ¡Menotti! Che, el Flaco Menotti que nos vuelve a salvar sobre la hora. Pobre padre, arqueado como un fósil viviente expuesto en un museo, tratando de removerme de mi tristeza congénita y multiplicado en su función de papá mamá porque ella habÃa decidido irse lejos para encerrarse con unas monjas, según me dijeron, pero yo sabÃa que tenÃa algo en la cabeza que le impedÃa estar con nosotros.Y él que sabÃa que yo le echaba la culpa de su huÃda.Por eso, algunos fines de semana me dejaban con Antonio, con Amanda, el reparto, la casa, la yegua mansa. Y asà mi padre podÃa trabajar horas extras en el club, sirviendo a paspados y a chitrulos, esperando por una buena propina. ¿Está? siempre tan serio, alargaba el tÃo mirando el mundo sin verlo, barba dura de mozo crecido y hocico de conejo. Aún con su bondad extraordinaria no entendÃa el dolor de una mamá invisibilizada y querÃa sacarme algo, pobre, que nadie ni él, ni mi padre, ni la tÃa, ni la maestra podÃan porque habÃa decidido que serÃa mÃo aquel capullo de pena que me habÃa dado la vida. Tomá, para la mufa, alargó el tÃo Antonio mientras la yegua viraba sin pértiga ni comando, solita en busca de la próxima parada: era un caballito de bronce, despintado de verde, pesado, que me cabÃa en la mano. Me lo hicieron unos indios allá por las taperas al fuego de unos huecos de piedra, es de molde único... Para la mala suerte. Te lo doy, dijo descolgándoselo del cuello. Lo olÃ: tenÃa un vaho de cebollas, tierra y pintura. Me miró desde su altura con su cara de liebre huesuda. Ahora nos vamos para las casas, lavás a Blanquita, le das forraje. ¡Y a comernos un buen pucherazo, mi compañero! Y me abrazaba junto a su pecho como si hubiésemos conquistado, en ese gesto, alguna batalla imposible. Después silbaba, silbaba una hora por lo menos, mazurcas viejas y hacÃa que tocaba el acordeón o la gaita sobre mi pecho implume. En la siesta que sobrevino, al amparo del sueño de mis tÃos le prometà al caballito mágico que si volvÃa mi mamá iba a ser bueno como Antonio y perdonar a mi papá. Un sacrificio, me imaginé que pedÃa al caballito. Que se muera la abuela, pensé.Porque no la querÃa. No, mejor el estudiante de adelante que nos pincha las pelotas. O el cura que nos abofetea. O el gato de la carpinterÃa que mea entre mis juguetes. Fui hasta la cuadra: la yegua con su cola se espantaba los tábanos. Esa noche de sábado el teléfono sonó como un disparo. Tu padre, dijo Amanda con la mano en el pecho... Viene a buscarte en un rato con el auto de Monteleone... Volvió tu mami, Adrián, es eso, volvió la pobre, Dios los ayude a todos. Antonio me abrazó y al oÃdo me susurró. ¿Viste que el caballito tenÃa razón? Ahora venga un abrazo: le corrÃan lagrimones por los pómulos barbudos. Mi papá se bajó y saludó rápido para meterme dentro del auto cascarudo. Apenas llegamos, dejamos el auto en la esquina del dueño y agarró el tubo. Su cara quedó consternada. Bueno, bueno, que vamos a hacerle, te dejo, vamos a ver a mi esposa que ya la trajeron seguramente. En el lapso de una cuadra, mientras parecÃa llevarme volando solo alcanzó a decirme. Tu tÃo llamó para desearnos suerte pero estaba muy amargado: se le murió de golpe la Blanquita, asÃ, de la nada la pobre. Yo apreté el caballito de fierro en el bolsillo sin saber bien que tenÃa que sentir.
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