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Miércoles, 8 de marzo de 2006
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La revolución triunfante

Por Daniel Fernández Lamothe
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El asalto está en su mejor momento. Como corresponde, las chicas llevaron la comida y los chicos, la bebida. En el Winco sonaron los TNT, algo del "sospechoso" Billy Caffaro, Rita Pavone y otros divertidos para bailar. Ahora es el momento de Domenico Modugno, Gigliola Cinquetti y Mina, los lentos. Hace un tiempito que ellos se están viendo regularmente, los jueves y los sábados. Se puede afirmar que andan de novios. Ahora están en un rincón del patio, protegidos por las sombras de la escalera que va a la terraza. Ya han bailado en una baldosa y él, romántico, la besa en la mejilla, en el cuello, le roza los labios con los suyos. Una mano en la cintura pretende desplazarse como al descuido por debajo de la blusa, hacia arriba. Bruscamente, ella le sujeta la mano y se aparta. Acá no nos ve nadie, invita él. Ella, imbatible, replica nos ve Dios. Termina el asalto y se despiden hasta el próximo encuentro y él verá de arreglárselas como pueda.

Poco antes de la medianoche, en un oscuro zaguán, una joven pareja alarga la despedida diaria con besos y caricias. Los minutos pasan y la pasión aumenta. Llegado el momento oportuno, él en un suspiro le pide lo que falta y ella responde, ya sabés que hasta que nos casemos, no. El apura, con el cuerpo y la palabra, pero si nos casamos el mes que viene. Ella mira el piso y niega con la cabeza; él la comprende. Se despiden hasta el jueves y cada uno verá de arreglárselas como pueda.

Otra parejita, en el rincón más discreto de una plaza. Cambian intensos arrumacos mientras cuidan que no los vea el guardián. La penumbra de la inminente noche los ampara. Más besos y más caricias van encendiendo el solitario banco. De pronto ella dice basta, no sigamos; sabés que no me gusta. Sí, te gusta, insiste él. Bueno sí, pero no le puedo hacer esto a mi mamá. ¿Y qué tiene que ver tu mamá, ahora?, suplica él. Ya sabés, cierra ella. El trata de entender sin lograrlo, pero acata. Poco después él la acompaña hasta su casa, se despiden y cada uno verá de arreglárselas como puede.

Temprano en la tarde, la matiné del cine no ha convocado a muchos espectadores. Las últimas filas sólo están ocupadas por una parejita de novios. Poco importa lo que sucede en la pantalla, ellos han ido a otra cosa. Ella sabe que, para retenerlo, tiene que satisfacerlo. Por eso le deja hacer y le hace, pero sólo hasta cierto límite. Nunca lo dejará entrar en su cuerpo. Eso no se debe hacer y está muy convencida. Terminan como pueden y se despiden.

Se debe tornar muy difícil, para aquellos que tienen alrededor de cuarenta años y menos, imaginar la magnitud social y cultural de estas situaciones; más difícil se les hará imaginar las situaciones mismas. Pero fueron, éstas y otras más dramáticas aun, muy reales y eran el resultado de numerosas presiones de todo tipo que se fundamentaban en que el sexo era una tremenda porquería. Para los padres de las chicas (porque los padres de los varones pensaban otra cosa, aunque fueran los mismos padres), para las abuelas (gran peso familiar), para las maestras y profesoras, para el cura (¡ni hablar!), para la vecina, para todos el sexo era una asquerosa y tremenda porquería.

Habrá, sin duda, quien pueda afirmar que hubo mujeres que no actuaban así; se podrá, entonces, decir de ellas que eran unas (cómo expresarlo...) audaces de avanzada, eso. Pero, sin duda también, eran tan poquísimas que no entran en la estadística moral de la época.

Hay que considerar como otro hecho destacado de esa realidad que, lejos de despreciarla o de tratar de histérica a su novia (de ellas estamos hablando, de aquellas que sostenían una relación por meses y lograban mantenerse intactas hasta la boda), el hombre de esos años sentía un profundo orgullo y respeto por quien se mostraba recatada, seria, chica de su casa (de la de ella, claro), responsable y frenadora de los embates amatorios de su media naranja; así demostraba lo buena mujercita que era. El sabía, así, que su novia era lo que se dice una chica honrada, honesta. No importaban los malhumores que esto le causara ni los fuertes malestares en la mitad del cuerpo, ya encontraría como superarlos.

Aquella era una sociedad reprimida y, a la vez, hipócrita. No es novedad, lo que se le prohibía a sangre y fuego a la mujer, era totalmente lícito para el hombre. Pobres de aquellas que cedían al amor y eran descubiertas. La deshonra familiar, el desprecio, y el terrible ¡y a ahora que vas a hacer con ese chico sin apellido!

Pero llegó la década del 60. Muchas cosas pasaron en la hermosa y agitada década del 60. La inmóvil, conservadora y temerosa sociedad que había sido hasta ese momento fue sacudida por una impresionante cantidad de vanguardias que la estremecieron y la cambiaron para siempre. Al menos eso era lo que los vanguardistas pretendían. Romper las caducas pero poderosas estructuras morales, erradicar todos lo prejuicios y los miedos, generar una nueva actitud frente a la vida, cambiar la política, sentirse parte de un todo social. Ser y pertenecer, nada menos. Y en eso de ser se centró prácticamente la década.

El arte golpeó con vivos colores las viejas puertas grises y entró sin esperar a que le abran, luego inundó de flores los cabellos y los jóvenes corazones, impregnándolos de nuevos aromas. La política arremetió con furiosos fundamentos contra la injusticia, la pobreza, la falta de libertad, llenando las cabezas con conceptos y los espíritus con solidaria voluntad.

Montadas en esos cálidos vientos, fue que ellas mostraron sus hombros, aumentaron sus escotes, acortaron sus inolvidables polleras hasta límites infartantes y, luego, abrieron sus dulces piernas para siempre. Militantes inclaudicables, no volvieron a cerrarlas.

Esas revolucionarias, aquel día dijeron por qué no puedo si quiero. Y al ritmo de Los Beatles o de Sandro, con o sin libros bajo el brazo fueron ellas las que tomaron a sus novios de la mano y los guiaron hacia la luz reveladora del amor corporal. Les explicaron (primero y no sin trabajo) que no eran ningunas putas por ello, que el sexo era bueno y que les hacía bien a los dos y que los hacía ser mejores personas. Ya no les fue necesario frenar los deseos del otro, era el tiempo de disfrutar juntos, de alejar la frustración. Y, así, todo fue más bello.

En los 70, al arte le apagaron los colores y no se permitió regar las flores. La política (la que nació en esos años; no la otra, que venía de mucho antes) se convirtió en lo más peligroso y se fue quedando sin protagonistas a pesar de los buenos conceptos y de la noble voluntad.

Pero la revolución que ellas empezaron triunfó. Conducida sabiamente por nuestras magníficas y hermosas mujeres de aquellos años, esta revolución triunfó y fue la portadora de la liberación que permitió que los cuerpos propios y ajenos pudieran sentirse bellos y dignos, desterrando injustas culpas, falsos pudores.

No faltará quien venga a replicar sobre las muchas oscuridades que todavía opacan la libre sexualidad humana. Habría que explicarle que, como decía un viejo ruso de anteojitos, las buenas revoluciones no terminan, son permanentes.

Estimado y joven lector o lectora, luego de haber leído este texto debería usted tener en cuenta que esa desconocida sexagenaria con la que suele cruzarse a menudo, muy probablemente sea una de aquellas auténticas revolucionarias, una heroína del amor. Véala, admírela, salúdela y, sobre todo, agradézcale lo mucho que ha hecho por usted.

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