Los Fraguatti habÃan regresado de los Estados Unidos y para el populacho era como si lo hubieran hecho de Marte. Sus hijos andaban por la vereda con sus juguetes nuevos: robots a luces, un xilofón con figuras de Disney, un balón de fútbol americano. El mayor, que no habÃa ido con ellos y puesto al cuidado de sus abuelos, recibió como consuelo una pila de discos que empezó a propalar inmediatamente desde su ventana alta, en aquellas mañanas de setiembre. Eso era rock, la música imbatible que de tan machacante producÃa alteraciones cutáneas y espasmos: dejábamos a veces de patear la pelota para estremecernos. Nunca habÃamos escuchado aquello. Era una cascada, un viento de máquina nueva. Me detuve, me aparté del grupo para oÃr mejor: era como si desde antes, desde un antes que no podÃa explicar, esa cosa me hubiera estado llamando para hacerme un lugar en su centro, en su radiación de montaña mágica desprendida y ahora oculta en algún baúl secreto que se abriera desde la ventanita del castillo millonario, para hacerme cambiar de vida. Se llaman los Bitles, me dijo Carlitos. Y empezaba a explicarme que eran como los tres Chiflados pero cuatro y que además filmaban pelÃculas y eran muy graciosos, genios de las tablas porque llenaban las canchas de fútbol en escenarios giratorios. !Picles, Picles!, gritaba el Furia, un chico con retardo. ¡Vivan los Picles! Cerca del mediodÃa, al entrar a mi casa, la descubrà más callada que nunca, con su cocina torcida entre el humo de las costeletas, mi viejo hipando con su vaso en mano. Toda una aparente calma de mediodÃa inofensivo y secular que me estaba desasosegando porque empezaba a sospechar la presencia de otro mundo, sea cual fuera pero muy distinto a éste, previsible como la luna, el patio con naranjas y el gato en el tapial. Miré y repasé esas tres cosas: arriba estaba ella, diurna y mordisqueada, y el Michino cazando fantasmas entre las ramas. Me tiré de espaldas en el mosaico fresco. Por la radio sonaba una habanera y después le siguió un vals con una propaganda de sopas. Zamba de mi esperanza, alargó mi viejo de la nada... esa sà que es una canción. Su estilo era provocador, sencillo y paciente: escarbaba de su interlocutor como quien horada la piedra hasta sacarle las verdades, los gustos tan a punto y macerados que uno se vencÃa finalmente admitiendo lo que él habÃa presentido y dándole la razón. Con el tiempo uno aprende a invertir la prueba: que a los grandes se los puede embrollar, hacerlos cansar y confesar algo que ellos quieren oÃr. Andan ocupados en sus alturas, poco les importa. Me habÃa pasado con el cura a quien confesé cualquier tonterÃa, con la maestra para quien rehice la tarea copiando en su cara o negándole a Laurita lo de estar mirándole las tetas. Un mundo de provincia limitado por la astucia del ratón frente al dragón. Mi viejo enunciaba aquello porque ya sabÃa que me gustaba el rock. Como antes habÃa sucedido con los dibujos animados, con las historietas, con los libros. Todo lo ajeno le era parcial y dudoso. Pero su presencia no era ya la de un ser sobrenatural en sus poderes: se volvió inofensivo y en el fondo, en el altillo de su alma cavernaria, descubrà ya de crecido que te cizañaba para que uno se afirme sin dudar en sus creencias. Por eso lo hacÃa. No era mala la enseñanza ninja. ¿Que? ¿Vas a decir que los Bitles son putos? Se sobresaltó. No era de palabrotas y aquello lo escandalizaba. ¿Eh, que le pasa amigo? No se enoje. ¿Quién dijo algo? Sólo porque tienen el pelo largo, usan ropa de mujer, tacones altos y cantan finito ¿por eso?, ataqué. Mi mamá se quitó el batón de cocinar y se puso un modesto trajecito porque iba al médico con mi hermana. Nos quedamos solos con mi viejo. TenÃa ganas de hablar. Señaló algo en la altura, una tacuarita insignificante, dándole una importancia de visión celestial. Una pobrecita, dije yo. Se pasó la mano por el pelo rizado, encendió un cigarrillo llevándose la taza de café a los labios: estaba bello con su aire moruno, su perfil de saltimbanquÃ, sus dedo meñique con la piedra negra engarzada señalándome otro pajarito. Ya los conozco a todos y son bastante pelotudos, dije yo. Se sentó en la mesa cuarteada y me miró. Decime, todo esto de los melenudos ¿no te van a hacer que dejes de tocar la guitarra, no? Mirá que con tu madre de mandamos para que aprendas folclore, ¿eh?, y se sonrió para atenuar su reserva. Esta intimidad improvisada me incomodaba; ahora vendrÃa el sondeo sobre mis gustos sexuales, sus historias de hembras y amueblados para enriquecerme en experiencias para calcar, como un libro, como el libro que nunca habÃa leÃdo. ¿Vos nunca leÃste un libro, no? le disparé. ¿A qué viene la pregunta? Viene a que en los libros figuran ya los Bitles como los reyes del momento y van a llegar tarde o temprano. ¿Y con eso? Con eso quiere decir que voy a tocar la música esa en cuanto me la enseñen alguien. Lovmidu se llama la mejor canción y el sello es Parlofón. Suspiró, se paró, arrojó el pucho y nada dijo. Se iba a su montaña en la penumbra de las granadas a repasar las jaulitas y las tramperas. Cantaba, desafinado, bajito, provocativo Pescador y guitarrero de Guarany en un inglés chapucero y zonzo como el !Picles! !Picles! que aullaba el pibe Furia. Los empecé a ver muy parecidos.
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