Se preguntó si serÃa ella, porque cuando se quitó el corpiño y las tetas le cayeron como desplomadas sobre el pecho escaso, pensó que no se parecÃa tanto. Pero entonces ni siquiera le habÃan crecido las tetas, ¿por qué lo habÃa asaltado ese convencimiento justo en el instante en el que era toda piel sobre las sábanas? La manifestación del cuerpo desnudo, se dijo. Ver a una mujer sin ropa por primera vez, es como volver a conocerla, desbaratar el concepto previo y ajustarlo a la evidencia que está ante nuestros ojos. Una desconocida sin ropa es un doble desconcierto.
-No sos de hablar mucho -le escuchó decir.
-No.
Entró al baño y dejó la mochila junto a la pileta. Abrió el cierre y metió la mano: tocó algo pesado y frÃo. Después volvió a la cama y se sentó en el borde. Hasta ahora habÃa sido fácil. No siempre resultaba asÃ.
-Yo lo hago -dijo ella. Se agachó al pie de la cama y tiró del jean. Lo miró con ojos divertidos, y asomó apenas la punta de la lengua. Algo en ese gesto despertó en él la misma inquietud, esa impresión de reconocimiento. O tal vez sus ojos: los ojos que sonrÃen siempre reflejan un poco al niño interior. Pero cómo estar seguro. ¿Y si era ella? ¿SerÃa lo mismo que con las otras?
Lo habÃa notado poco antes, contra las luces de un auto que dobló en una esquina iluminando sus caras; luego también en la claridad del hotel. Porque antes, cuando empezó a hablar con ella, no era más que una difusa sensación de familiaridad. Pero a la luz despiadada de unos faros amaneció su duda. La conocÃa de antes. Cuarto, quinto grado. ¿Sabrina? ¿Samanta? Algo con S.
-¿Tenés forro? -preguntó ella mientras le sacaba los calzoncillos. El miró su propio pene, todavÃa flácido pero crecido, asomando entre la mata de pelo oscuro. Sin esperar respuesta, ella continuó: -No importa; yo traje.
Se dio vuelta en el suelo y se estiró hasta tomar su cartera. Sacó un preservativo y cortó el envoltorio con los dientes.
-Cómo te llamás.
-Como vos quieras, mi amor. Qué te gusta.
-Algo con S.
Ella rió. No era una respuesta habitual.
-Sonia. Susie. Silvia -propuso-. Elegà el que te caliente.
-No, decime vos. Ella lo miró un instante y una chispa de complicidad pareció destellar en sus ojos. No estaba seguro.
-Susie. Con e final. Como en inglés -explicó mientras le agarraba el pene con la mano derecha, y le tiraba la piel hacia atrás. Y si querés te digo ouiéa y omaigód.
No era la respuesta que pretendÃa, pero decidió no insistir. Probablemente estuviera equivocado. HabÃan pasado... ¿cuántos? ¿Veintitrés, veinticinco años? ¿Cuánto, al fin y al cabo, podÃa quedar de aquella pecosa con delantal blanco que se sentaba al lado de la ventana, en este cuerpo ajetreado por los años y la huella de tantos otros cuerpos... Y, aunque fuera: ¿se acordarÃa de él? Se preguntó eso mientras veÃa su cabellera rojiza subir y bajar sobre su falda, mientras el calor que nacÃa entre sus piernas se expandÃa lentamente al resto de su cuerpo. ¿Se acordarÃa de él, y de su poesÃa cursi en una hoja Rivadavia?
Cogieron sin escándalo, con jadeos cortos. Solamente cuando la obligó a darse vuelta y se la metió por el culo, ella alzó la voz y se puso a gritar en rudimentario inglés, hasta que él se desplomó sobre ella.
Al rato se levantó, caminó hasta el baño y arrimó la puerta. Hizo un nudo en el profiláctico y lo guardó en una bolsa de nailon que sacó de la mochila que habÃa dejado junto a la pileta. Se lavó. Sintió que lo invadÃa el mismo asco de siempre. Y la adrenalina. Sacó un par de guantes de goma que se colocó con cuidado. Metió la mano en la mochila. Ella fumaba en silencio, mirando el techo.
-Pessotti -dijo ella de pronto, desde la cama-. Andrés Pessotti, sos. Turno Tarde de la Belgrano.
Se asomó desde el baño.
-Era algo con S -contestó-. Tu nombre, quiero decir.
-Cómo no te vas a acordar. Si hasta me escribiste una poesÃa. Eras un dulce.
-El se rió. Después se quitó despacito los guantes.
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