"Rosario Norte y su vejez de medias caÃdas"
Facundo Marull
Rosario empezaba un tiempo antes. Cuando mi madre solicitaba el permiso correspondiente a mi padre para visitar a mi abuela, la inefable "nona" Elisa, abruzzesa de cabellos oscuros y ojos celestes.
Como eso ocurrÃa muy de tanto en tanto, por lo esperada incentivaba la ansiedad de un niño sólo limitado a los grandes espacios, las cacerÃas interminables de pájaros y el fútbol eterno y siempre renovado de las tardes.
Mientras la fecha se acercaba con una lentitud angustiosa estaba en vilo por la incertidumbre que me producÃa el solo pensar en una catástrofe o una arbitrariedad no poco frecuente de mi padre, quien podÃa cambiar de idea de pronto, y ello me impidiese visitar la ciudad en la que siempre soñaba y que de tanto amarla la veÃa lejana, como esas mujeres inalcanzables de la adultez, sin pensar que un dÃa vivirÃa en ella siquiera.
El mediodÃa en que debÃamos partir el tren pasaba por la estación del pueblo a las 13,30 rumbo a Rosario, yo no probaba bocado, lo que producirÃa un reto si mi padre se percataba, mi madre me echaba miradas desesperadas, alentándome aunque sea a un mÃnimo simular que yo tenÃa apetito.
Mi padre llevaba la inmensa valija hasta la estación, mi madre un gran canasto de mimbre con varias docenas de huevos y un par de inmensos pollos ya muertos y pelados, listos para cocinar y alguna fruta de estación; y sobre todo, unos suculentos sándwiches de milanesa para paliar el hambre en el largo viaje que nos esperaba y que duraba cuatro horas y media hasta dejarnos en Rosario Norte, nuestro destino.
Ya llegando a Estación Ludueña empezaba a ponerme ansioso, después venÃa Barrio Vila y al sentir trepidar las ruedas del tren en el Túnel de Sunchales ya empezaba a ser feliz. VeÃa las casas apiñadas con sus azoteas, su ropa tendida, el sector o barrio que luego iba a llamarse Pichincha y que tenÃa un aura prostibularia que yo, obviamente, ignoraba por entonces.
Ya era plenamente feliz y cuando el tren frenaba lentamente en el ruidoso andén de Rosario Norte donde una voz misteriosa que yo no le encontraba rostro iba avisando de las llegadas y partidas de los trenes que salÃan de las dos o tres vÃas sucias de grasa, brillosas porque el sol que iba cayendo hacia el oeste dejaba su estela de fuego moribundo sobre ellas, saltaba exultante al andén.
Como mi abuela y mis tÃos vivÃan en el barrio Las Delicias, tierra ignota y alejada por entonces, debÃamos cambiar de tranvÃa a medio camino. ═bamos con el 22 hasta 27 de Febrero y Ovidio Lagos y luego tomábamos el 26 que nos dejaba en ésta y la calle que entonces se llamaba Caburé, luego pasó a llamarse Palermo hasta mutar en el actual Madre Cabrini. Allà nos bajábamos en la puerta de la escuela Esteban EcheverrÃa y apenas una cuadra debÃamos transitar para tocar el timbre en la puerta que tenÃa el número 2734.
Cuando mis tÃos compraron ese terreno e iniciaron la construcción de la casa, que ellos mismos hicieron ya que eran albañiles, el lugar tenÃa grandes terrenos baldÃos, con caballos que pastaban pacientes, con grandes arboledas que sombreaban los veranos y ennegrecÃan las noches; arboledas donde aserraban las cigarras, con calles de tierra que herÃan los zanjones de aguas servidas, como hoy, ya que todavÃa no tienen cloacas luego de 50 años de construido el barrio.
Los vagabundeos por las calles casi desérticas de los alrededores empezaban apenas yo saludaba a todos y partÃa ávido, a inspeccionar los alrededores. Eran tiempos en que los vendedores de hielo, de verdura, de pan y aún de carne recorrÃan esos barrios obreros con morosidad y minucia, casa por casa hasta terminar con la última, el ranchito de doña Segismunda, quien vivÃa con sus dos hijos, entre un follaje impenetrable de paraÃsos y enredaderas imposibles, como este recuerdo que me la trae con su cara llena de arrugas en su pinta criolla y silenciosa.
Los juegos de carnaval con los baldes de agua por esas calles de tierra que guardaban los costrones de las lluvias que fueron lodazales, las mariposas en los charcos amarillas, blancas, amarillas, los globitos llenos de agua que iban a dar en la espalda desprevenida de alguna muchachita que iba distraÃda a los mandados, eran moneda usual.
El almacén de don Conforti, la casa "Caracolito" que vendÃa un café eximio, la panaderÃa de don Antonio Gardenal donde trabajé en mis primeros tiempos en Rosario, el bar de Negro, y sobre todo, el increÃble Club "Onkel" donde me llevaban mis tÃos y me compraban un helado mientras ellos se jugaban un mus o un truco.
Y yo andarÃa por esas calles los dÃas que trataba de exprimir como un jugo. Con mis aparceros de aquel tiempo: los polaquitos José Filipzac y Héctor Balac, el Mundito MartÃnez, los hermanos Flores Chiche y Luli y las inefables muchachitas: Staya (hermana de José, nacida en Alemania, en la guerra como su hermano), la italianita Gina, Cristina Martina, Ana MarÃa, la hija del carnicero y allà sobre todo reinaba Roberto Morelli, distante, con varios años sobre nosotros, no se mezclaba en nuestros juegos, ya fumaba, ya andaba con mujeres, nos trataba con una condescendencia superior, pero todos estábamos bajo su mirada protectora. Se paraba con la espalda apoyada en el tapial de su casita de la esquina donde vivÃa con su hermana y sus padres y de vez en cuando llamaba a uno e inquirÃa: si fumaba ya, si a uno le interesaba conocer una mujer (una mina, decÃa) en el sentido bÃblico, se entiende, porque él siempre estaba dispuesto a dar una mano, aclarando que todo "quedaba entre hombres", lo que equivalÃa a decir que de su boca no iba a salir ninguna "ortivada". Porque claro, "él" sabÃa, "él" habÃa sido chico alguna vez. Cabe aclarar que no pasaba de trece años, pero habÃa adoptado esa actitud de maestro, casi de guÃa espiritual con todos nosotros.
Todas las tardes pasaba un vendedor de loterÃas sin manos, casi sin brazos, que llevaba misteriosamente y para nuestro asombro un cigarrillo en un hueco del codo ausente. Su otra mano la tenÃa cortada más arriba, pero con ésta apretaba los billetes. Era calvo, no habrá sido muy grande, y siempre iba de gorra. Camisa mangas cortas en verano y en invierno. Era un personaje muy popular en el barrio y se contaba que de chico habÃa caÃdo bajo las vÃas de un tranvÃa. Su padre, un carrero de las quintas habÃa corrido con un gran cuchillo al conductor, al menos eso era lo que se contaba por entonces.
Luego venÃa la trashumancia por los numerosos baldÃos de la zona para desafiar a otros chicos con un equipo que habÃamos formado. Jugábamos hasta que la luz del dÃa nos permitÃa perseguir una pelota de fútbol. Recuerdo que habÃa algunas canchas donde los domingos los más grandes jugaban torneos. Algunos de los clubes tal vez existan todavÃa: "Peñarol", "Estrella Federal", "Sol y Sombra, amén del "Onkel" del cual todos éramos hinchas, por supuesto.
Ignoraba en ese tiempo que un dÃa llegarÃa a esta ciudad para quedarme para siempre, y de algún modo aquel remoto barrio con su modestia rural logró seducirme con su desparpajo de potrero y mariposa, con la sonrisa de aquellas chiquilinas que me miraban con modesta picardÃa y hoy se asoman tÃmidas y me piden permiso para instalarse orondamente en lo más tierno que tiene mi memoria.
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