"... Todo ello me da derecho a escribir
aunque sea las cosas más deplorables.
Y me apresuro a usar este derecho. Asà soy yo."
Franz Kafka, Diarios.
Cuando ella cae sobre él, también cae sobre sà misma y produce algunos ritos que ella instaura o desrealiza. Con la mano pegada al lobo de esa mujer, él no sabe si ella es un pájaro pero sabe que tendrÃa que tener alas. Toda vez que ella cae, él no sale indemne.
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De esa transmutación de lobo él es incapaz de hablar con precisión. Sobre relieve gravita la pompa de un temblor que rompe la cárcel de los fuegos ausentes.
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El se pregunta cuál es la relación entre la corteza y su núcleo. A qué viene. Por qué permanece. También se pregunta cómo se atreve. Cómo pronuncia la palabra que introduce en su vida aquella escandalosa simetrÃa con el lobo. El se pregunta hasta cuándo la criatura untuosa se le pegará en la palma de la mano para conferirle poderes. El no sabe cómo seguir tocando la corteza sin presentir el lobo.
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Ella tiene derecho a sostener el lobo con la mano, a darle caricias de criatura desesperada, alimentarlo en secreto mientras la luna se esfuerza en un caudal lleno de luz, por armar la noche.
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En un determinado punto, en un determinado momento, se impone una disimetrÃa entre él y el mundo. Pero el placer también puede aterrorizar. El placer del lobo que tiembla sobre la palma de la mano, con las dos piernas extendidas, tiende a multiplicarse y a reproducirse como una enfermedad.
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Desde que conoció al lobo, desde que el lobo se le desmigó como una granada sobre los dedos, el dejó de soñar con esa mujer que lo empujaba por el émbolo del mundo. No tuvo necesidad de asustarse con una historia tan triste. Y aunque pase las tardes picando papel, el presente se aleja del pasado porque el pasado está pegado a la corteza. Se alternan las mayúsculas y las minúsculas. Él esconde su núcleo.
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Con su paciente lentitud de plata, la luna va tejiendo una sombra espesa. La luna va tejiendo la noche. Si ella tuviera pene, le dolerÃa. Le dolerÃa de tanto frotarlo en la corteza.
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No tiene pensado consultar al psiquiatra. Tampoco un abogado. El psiquiatra lo alejarÃa de la corteza. El abogado, del lobo. O viceversa. Todo el miedo y la confusión quedan destrozados en habitaciones baratas. Se hacen polvo.
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Ella cae. Cae todo lo que puede. Sobre él o sobre el lobo. Nadie puede impedirle la caÃda. Si tuviera pene regarÃa el mundo con su esperma. Ella no tiene pene. Tiene lobo. Lobo rojo, Rudyar Kipling entre las piernas. Suda profusamente con su lobo y a veces tiembla. Sabe que hay un lugar vacÃo en algún lugar que no es allÃ, y tiembla.
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Algo fulgura. Al eclipsarse en el umbral de esa nube de polvo él se da cuenta de que algo fulgura. Si en vez de pene él tuviera lobo, no estarÃa lastimándose con la corteza. Se dejarÃa entrar por la parte de atrás. De la lectura de Kipling no quedan rastros. Seguramente él no lo leyó.
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Ella no es un pájaro pero debiera tener alas. Antes de retirarse de la noche, la luna pronuncia su última palabra: Yo no hago más que empezar.
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El lobo es rojo. El pene es rojo. La memoria de la noche es roja. La luna. No se puede evitar. La tierra es roja. Ella hizo un movimiento de cabeza. A simple vista no podrÃan mirarse. Ella lo mira con el lobo. El tapa el ojo del lobo con lo que tiene. Tapa y destapa. A simple vista uno podrÃa creer que van a morir de un ataque cardÃaco. El corazón suelta su sÃstole anárquica. Es inútil detenerlos. Hablan poco entre aullido y aullido. No se puede evitar. Vuelan en cÃrculos.
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