Los cabecitas negra eran del sur, de los campos de BahÃa Blanca preferentemente y se los cazaba en invierno, en los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo habÃa visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas, para que uno las siguiera. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra que por esos lares, se reproducÃa a salvo y era encarcelado para luego de un fatigoso viaje, aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe.
Nada de esto sabÃan los bichos, pero empezé a practicar eso de hablarles al oÃdo, para evitarles mayores sufrimientos. Los traÃan porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes, cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debÃa ser de los canarios. Si éstos son todos hembras y se crÃan en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y asà perpetuar la especie?. Allà aparecÃan los cazadores entonces, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover lo nupcial y la continuidad de la estirpe.
Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas de gargantas emplumadas. Uno los miraba detenidamente y parecÃan que usaban una capucha; los ojitos eran amarillos lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacÃan al menos dos crÃas. Una arpillera que los maridos iban deshilachando les servirÃa de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se mataban a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caÃa abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado mijo, manzana, naranja y agua limpia sin moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran.
Mixto cabecita, me decÃan los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. Gallos, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabÃan volar. Ellos no lo advertÃan y me festejaban por el retruque pero ignoraban que yo habÃa empezado a despreciarlos a medida que comprendÃa por qué encerrábamos los cabecitas: Se cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar; no, los billetes se solÃan apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. Chau, mixto. Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba porque me ofendÃa tanto.
Te dicen mixto cariñosamente. Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. ¿Ves, Ciarlo?, replicó poniendo de testigo al tipo.....es un cabezadura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerÃas. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. !Adonde va usted! !Está detenido por boca sucia!. Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mi pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande iba a ver esta escena en muchas policiales: El villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con agua ardiente. Detrás las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme: Era una bola de billar nuevecita. Un búho enorme la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobos, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habÃan sido hombres. Mi madre me abrió, sobresaltada. ¿Qué hacés vos acás? ¿No estabas con tu padre en el club? SÃ, pero me dieron ganas de ir al baño, argumenté y frente a ello no habÃa reto. Hice ruido en el inodoro. ¿Te preparo un té?. No, tengo que tapar los pájaros. Y salà afuera donde los jaulones que ya estaban cubiertos iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Tomé un cabecita negra, le olfateé el pico, tenÃa un olor a tierra y a cachorro de perro. Después lo solté en la noche imaginando que encontrarÃa la ruta de regreso. Andá, avisale a los demás, murmuré.
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