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Domingo, 3 de octubre de 2010
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Un cabecita negra

Por Adrián Abonizio
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Los cabecitas negra eran del sur, de los campos de Bahía Blanca preferentemente y se los cazaba en invierno, en los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo había visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas, para que uno las siguiera. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra que por esos lares, se reproducía a salvo y era encarcelado para luego de un fatigoso viaje, aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe.

Nada de esto sabían los bichos, pero empezé a practicar eso de hablarles al oído, para evitarles mayores sufrimientos. Los traían porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes, cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debía ser de los canarios. Si éstos son todos hembras y se crían en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y así perpetuar la especie?. Allí aparecían los cazadores entonces, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover lo nupcial y la continuidad de la estirpe.

Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas de gargantas emplumadas. Uno los miraba detenidamente y parecían que usaban una capucha; los ojitos eran amarillos lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacían al menos dos crías. Una arpillera que los maridos iban deshilachando les serviría de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se mataban a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caía abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado mijo, manzana, naranja y agua limpia sin moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran.

Mixto cabecita, me decían los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. Gallos, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabían volar. Ellos no lo advertían y me festejaban por el retruque pero ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida que comprendía por qué encerrábamos los cabecitas: Se cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar; no, los billetes se solían apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. Chau, mixto. Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba porque me ofendía tanto.

Te dicen mixto cariñosamente. Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. ¿Ves, Ciarlo?, replicó poniendo de testigo al tipo.....es un cabezadura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerías. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. !Adonde va usted! !Está detenido por boca sucia!. Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mi pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande iba a ver esta escena en muchas policiales: El villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con agua ardiente. Detrás las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme: Era una bola de billar nuevecita. Un búho enorme la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobos, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habían sido hombres. Mi madre me abrió, sobresaltada. ¿Qué hacés vos acás? ¿No estabas con tu padre en el club? Sí, pero me dieron ganas de ir al baño, argumenté y frente a ello no había reto. Hice ruido en el inodoro. ¿Te preparo un té?. No, tengo que tapar los pájaros. Y salí afuera donde los jaulones que ya estaban cubiertos iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Tomé un cabecita negra, le olfateé el pico, tenía un olor a tierra y a cachorro de perro. Después lo solté en la noche imaginando que encontraría la ruta de regreso. Andá, avisale a los demás, murmuré.

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