Pasó unos dÃas atrás. Bajé del colectivo en la esquina de Baigorria y Rondeau y después de caminar veinte metros encontré un mÃnimo amontonamiento de gente, la manifestación inequÃvoca de que algo estaba ocurriendo. En la vereda opuesta yacÃa un hombre de unossetenta y cincoaños. Un tipo grande sin ser obeso, de pelo escaso y encanecido. Estaba tumbado en decúbito lateral, la cabeza en esa posición incómoda en que queda cuando no hay almohada o brazo que la sostenga: el cuello torcido, demasiado estirado por la cabeza caÃda que pasa la lÃnea del hombro para encontrar el apoyo del suelo. VestÃa un jogging gris oscuro, campera de lona y pantuflas. Pantuflas. En mi barrio todavÃa hay quienes salen a hacer las compras en pantuflas, sin darse cuenta o sin que les importe que la muerte pueda alcanzarlos a mitad de camino de la verdulerÃa.
Lo de la verdulerÃa podrÃa ser una licencia que complemente la idea de las compras cotidianas. No lo es: junto al cuerpo (acaso ya cadáver, eso no lo sabÃamos entonces aunque lo sospechábamos, ni lo sé ahora aunque permanece la sospecha) habÃa una bolsa blanca con papas y naranjas. De haber imaginado la escena, si el tipo hubiera sido un personaje de ficción en lugar de alguien real tumbado en una calle, supongo que las naranjas habrÃan estado esparcidas por la vereda. Alguna, probablemente, hubiera rodado hasta el cordón. Nada de eso ocurrió, o bien alguno de los primeros en llegar se habÃa encargado de recogerlas y devolverlas a la bolsa. Pienso en la escena (solo que no es una escena: es un recuerdo; una situación real en un espacio para mà reconocible) y hay algo insólito o fuera de lugar en esa bolsa apoyada en el suelo, en esas naranjas en precario equilibrio a tres o cuatro pasos delcuerpo tendido, como si se hubiera detenido para apoyar la bolsa con cuidado y recién entonces entregarse al dolor omareo ofalta de aire, y agarrarse de las rejas negras de una casa, tratar de no caer al pie de un árbol.
VenÃa de la verdulerÃa y se desplomó, dijo alguien. Después lo habÃan ido a ayudar: un hombre que esperaba a alguien en un auto estacionado y tres chicos que se dirigÃan al Club Federal. Lo habÃan ayudado a incorporarse. TenÃa algo de sangre en la cabeza, un golpe producto de la caÃda. Pero entonces todavÃa podÃa hablar, mentir que no era nada, creer o pretender que se trataba de su eterno problema de laberintitis y sostenerse ahora sà de las rejas negras con dedos frágiles y piernas temblorosas mientras el hombre del auto estacionado llamaba a una ambulancia desde su celular. Le preguntaron si respiraba, si estaba consciente. TendrÃa que haber mentido, dirÃa más tarde, decir que se morÃa aunque no pareciera asà para que la ambulancia viniera urgente. Cada minuto cuenta, cada minuto es eterno para los que esperan sin poder hacer nada. Pero entonces respiraba y hablaba; sólo después empezó a agitarse, a tomarse el pecho, y se derrumbó a pesar de los brazos que no podÃan atajarlo. Y entonces otra vez los llamados, ahora sà declamando emergencias, al Sies y a la policÃa y a quien pudiera venir a auxiliarlo.
Empezaba a oscurecer. Alrededor de un tipo que agonizaba o que ya se habÃa muerto sin que ninguno de los que lo rodeábamos fuera capaz de asegurarlo, ocho o nueve vecinos aguardábamos con impaciencia la llegada de la ambulancia. Ya lo dije: cada minuto es eterno.
Me pregunto por qué nos detenemos cuando uno sabe que no puede hacer nada. Cuánto hay, en esos que siempre rodean a un cuerpo, de morbo y de compasión. Si son dos sensaciones en pugna. Porque esa tarde, viendo al tipo inmóvil en el suelo, un ojo abierto perdido en la nada, la torpe búsqueda de un pulso inhallable y la incertidumbre de no saber si no estaba o nadie era capaz de reconocerlo, el celular que una mujer le acercó a los labios a falta de espejo para comprobar si respiraba, si la esperanza del empañamiento desbarataba esa sensación de punto final, me pregunté y ahora qué. Supongo que tenés que esperar el desenlace. Saber si lo salvan o se muere. Y puede parecer que detrás de esa necesidad de ver y saber se perciba o se crea detectar una curiosidad morbosa, pero no puedo pensar en seguir de largo como si nada ocurriera. Aunque sé que el mundo es más amplio que mi cuadra o mi ciudad, que más allá del alcance de mis ojos también pasan cosas irreparables(que en algún lado, acaso,hay quienagoniza en este mismo instante , que antes de la próxima coma alguien se va a desangrar, que se van a desconectarcables que ya no arrojan esperanza, que otros pueden dejar de respirar en medio de uno de mis sueños, o mis orgasmos, o mis párrafos),soy incapaz de seguir de largo cuando alguien se está muriendo y yono puedo hacer nada.
Pensé también: qué muerte absurda, qué ridÃcula la muerte en mitad de la vereda con las compras de la verdulerÃa. Y que inoportuna muerte. Que ni siquiera tengas tiempo que alzar la mano, mirar con pánico o resignación, decir o transmitir con la mirada una última palabra de adiós a un ser querido, a un allegado, a un conocido. Decir «la puta, creo que me estoy muriendo», o «caramba», por que hay quienes no pierden la compostura ni ante la muerte, o «ay dios» o también «hay dios», que no es lo mismo,y nunca sabrÃamos si es una convicción de siempre o una revelación del momento.Pero no. Le tocó dejar de respirar y yacer en la calle, tan rodeado y tan solo. Hay gente que deberÃa saber, siempre, que dejamos de respirar; deberÃamos saber, siempre, cuando el corazón de algunos deja de latir. El conocimiento tardÃo, la noticia a destiempo genera cierta culpa o incomodidad: ella se murió mientras yo contestaba correos y firmaba papeles sin detenerme a pensar ni por un segundo que ya no formaba parte de esta vida, que ya no era, que todo lo que habÃa sido alguna vez se habÃa transformado en un recuerdo; él se murió mientras yo tendÃa la ropa en la terraza y silbaba y disfrutaba el sol cuando debÃa estar angustiada y triste; él se murió con un kilo de papas y medio de naranjas mientras yo miraba tele en la cama. Y entonces pesan, a veces imperceptibles, a veces evidentes, esos papeles postergables, esa ropa que podÃa esperar, ese programa banal, esas ocupaciones que usurparon en nuestra mente el espacio que sólo debÃa llenar esa muerte.
Me quedé hasta el final, también, por eso. Porque nadie deberÃa morir solo, tumbado en una calle que se ilumina de a poco. Vi el esfuerzo de los paramédicos o tal vez su cumplimiento del protocolo, esa palabra tan inadecuada para hablar de vida y muerte que sin embargo usaron y se usa, los vi bombear aire a los pulmones, inyectar adrenalina, aplicar masajes cardÃacos. Para entonces alguien lo habÃa reconocido. Era un zapatero que vivÃa al lado de Cablevisión, al otro lado del bulevar. A cincuenta metros de donde yacÃa. Dos vecinos que lo conocÃan llegaron justo cuando los paramédicos daban por finalizados los trabajos de resucitación y un policÃa anotaba en una libreta la hora y algunos datos. La mujer del zapatero (la viuda, ya)era una mujer grande y de salud delicada que llevaba unos dÃas postrada en unacama.Nadie se habÃa animado a decÃrselo todavÃa.
SeguÃa mirando televisión y esperando las naranjas.
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