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Viernes, 8 de octubre de 2010
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El precario equilibrio de las naranjas

Por Javier E. Núñez
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Pasó unos días atrás. Bajé del colectivo en la esquina de Baigorria y Rondeau y después de caminar veinte metros encontré un mínimo amontonamiento de gente, la manifestación inequívoca de que algo estaba ocurriendo. En la vereda opuesta yacía un hombre de unossetenta y cincoaños. Un tipo grande sin ser obeso, de pelo escaso y encanecido. Estaba tumbado en decúbito lateral, la cabeza en esa posición incómoda en que queda cuando no hay almohada o brazo que la sostenga: el cuello torcido, demasiado estirado por la cabeza caída que pasa la línea del hombro para encontrar el apoyo del suelo. Vestía un jogging gris oscuro, campera de lona y pantuflas. Pantuflas. En mi barrio todavía hay quienes salen a hacer las compras en pantuflas, sin darse cuenta o sin que les importe que la muerte pueda alcanzarlos a mitad de camino de la verdulería.

Lo de la verdulería podría ser una licencia que complemente la idea de las compras cotidianas. No lo es: junto al cuerpo (acaso ya cadáver, eso no lo sabíamos entonces aunque lo sospechábamos, ni lo sé ahora aunque permanece la sospecha) había una bolsa blanca con papas y naranjas. De haber imaginado la escena, si el tipo hubiera sido un personaje de ficción en lugar de alguien real tumbado en una calle, supongo que las naranjas habrían estado esparcidas por la vereda. Alguna, probablemente, hubiera rodado hasta el cordón. Nada de eso ocurrió, o bien alguno de los primeros en llegar se había encargado de recogerlas y devolverlas a la bolsa. Pienso en la escena (solo que no es una escena: es un recuerdo; una situación real en un espacio para mí reconocible) y hay algo insólito o fuera de lugar en esa bolsa apoyada en el suelo, en esas naranjas en precario equilibrio a tres o cuatro pasos delcuerpo tendido, como si se hubiera detenido para apoyar la bolsa con cuidado y recién entonces entregarse al dolor omareo ofalta de aire, y agarrarse de las rejas negras de una casa, tratar de no caer al pie de un árbol.

Venía de la verdulería y se desplomó, dijo alguien. Después lo habían ido a ayudar: un hombre que esperaba a alguien en un auto estacionado y tres chicos que se dirigían al Club Federal. Lo habían ayudado a incorporarse. Tenía algo de sangre en la cabeza, un golpe producto de la caída. Pero entonces todavía podía hablar, mentir que no era nada, creer o pretender que se trataba de su eterno problema de laberintitis y sostenerse ahora sí de las rejas negras con dedos frágiles y piernas temblorosas mientras el hombre del auto estacionado llamaba a una ambulancia desde su celular. Le preguntaron si respiraba, si estaba consciente. Tendría que haber mentido, diría más tarde, decir que se moría aunque no pareciera así para que la ambulancia viniera urgente. Cada minuto cuenta, cada minuto es eterno para los que esperan sin poder hacer nada. Pero entonces respiraba y hablaba; sólo después empezó a agitarse, a tomarse el pecho, y se derrumbó a pesar de los brazos que no podían atajarlo. Y entonces otra vez los llamados, ahora sí declamando emergencias, al Sies y a la policía y a quien pudiera venir a auxiliarlo.

Empezaba a oscurecer. Alrededor de un tipo que agonizaba o que ya se había muerto sin que ninguno de los que lo rodeábamos fuera capaz de asegurarlo, ocho o nueve vecinos aguardábamos con impaciencia la llegada de la ambulancia. Ya lo dije: cada minuto es eterno.

Me pregunto por qué nos detenemos cuando uno sabe que no puede hacer nada. Cuánto hay, en esos que siempre rodean a un cuerpo, de morbo y de compasión. Si son dos sensaciones en pugna. Porque esa tarde, viendo al tipo inmóvil en el suelo, un ojo abierto perdido en la nada, la torpe búsqueda de un pulso inhallable y la incertidumbre de no saber si no estaba o nadie era capaz de reconocerlo, el celular que una mujer le acercó a los labios a falta de espejo para comprobar si respiraba, si la esperanza del empañamiento desbarataba esa sensación de punto final, me pregunté y ahora qué. Supongo que tenés que esperar el desenlace. Saber si lo salvan o se muere. Y puede parecer que detrás de esa necesidad de ver y saber se perciba o se crea detectar una curiosidad morbosa, pero no puedo pensar en seguir de largo como si nada ocurriera. Aunque sé que el mundo es más amplio que mi cuadra o mi ciudad, que más allá del alcance de mis ojos también pasan cosas irreparables(que en algún lado, acaso,hay quienagoniza en este mismo instante , que antes de la próxima coma alguien se va a desangrar, que se van a desconectarcables que ya no arrojan esperanza, que otros pueden dejar de respirar en medio de uno de mis sueños, o mis orgasmos, o mis párrafos),soy incapaz de seguir de largo cuando alguien se está muriendo y yono puedo hacer nada.

Pensé también: qué muerte absurda, qué ridícula la muerte en mitad de la vereda con las compras de la verdulería. Y que inoportuna muerte. Que ni siquiera tengas tiempo que alzar la mano, mirar con pánico o resignación, decir o transmitir con la mirada una última palabra de adiós a un ser querido, a un allegado, a un conocido. Decir «la puta, creo que me estoy muriendo», o «caramba», por que hay quienes no pierden la compostura ni ante la muerte, o «ay dios» o también «hay dios», que no es lo mismo,y nunca sabríamos si es una convicción de siempre o una revelación del momento.Pero no. Le tocó dejar de respirar y yacer en la calle, tan rodeado y tan solo. Hay gente que debería saber, siempre, que dejamos de respirar; deberíamos saber, siempre, cuando el corazón de algunos deja de latir. El conocimiento tardío, la noticia a destiempo genera cierta culpa o incomodidad: ella se murió mientras yo contestaba correos y firmaba papeles sin detenerme a pensar ni por un segundo que ya no formaba parte de esta vida, que ya no era, que todo lo que había sido alguna vez se había transformado en un recuerdo; él se murió mientras yo tendía la ropa en la terraza y silbaba y disfrutaba el sol cuando debía estar angustiada y triste; él se murió con un kilo de papas y medio de naranjas mientras yo miraba tele en la cama. Y entonces pesan, a veces imperceptibles, a veces evidentes, esos papeles postergables, esa ropa que podía esperar, ese programa banal, esas ocupaciones que usurparon en nuestra mente el espacio que sólo debía llenar esa muerte.

Me quedé hasta el final, también, por eso. Porque nadie debería morir solo, tumbado en una calle que se ilumina de a poco. Vi el esfuerzo de los paramédicos o tal vez su cumplimiento del protocolo, esa palabra tan inadecuada para hablar de vida y muerte que sin embargo usaron y se usa, los vi bombear aire a los pulmones, inyectar adrenalina, aplicar masajes cardíacos. Para entonces alguien lo había reconocido. Era un zapatero que vivía al lado de Cablevisión, al otro lado del bulevar. A cincuenta metros de donde yacía. Dos vecinos que lo conocían llegaron justo cuando los paramédicos daban por finalizados los trabajos de resucitación y un policía anotaba en una libreta la hora y algunos datos. La mujer del zapatero (la viuda, ya)era una mujer grande y de salud delicada que llevaba unos días postrada en unacama.Nadie se había animado a decírselo todavía.

Seguía mirando televisión y esperando las naranjas.

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