No me pregunten por qué ni cómo ni dónde y menos cuándo. Esta historia apuntada en una orilla de la historia mÃa tiene protagonistas diversos y un escenario parecido: la sin razón a simple vista, la ausencia de motivos y la comprensión de hacia donde nos estábamos encaminando. Solo sé, y eso lo puedo afirmar porque lo estoy escribiendo que de repente, en la barriada de pibes, se empezó a fermentar esa pared inmaterial, esas voces que nos repicaban desde el fondo y nos gemÃan o señeramente nos ordenaban "tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir".
Quien lo empezó, quien lo puso por vez primera en palabras no lo recuerdo. Fue una página que todos, apresuradamente, dimos la vuelta en cuanto el viento que la agitaba dejó de soplar. Pero que sucedió, sucedió, "tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir" nos decÃan esas voces y las escuchábamos con atención.
Aurelio atravesó toda una formación de pilotes bajo los cuales se abrÃa el abismo de la obra en construcción a una altura de veinte metros sin una sonrisa. Llegó al otro lado y recomenzó el trajÃn. Otro, Eusebi, creo, metió la cabeza en la jaula del Satán el animal más temible pero el bicho lo lamió. Trillo cruzó vendado la avenida sobre su bici Graciela con semáforo en rojo: unos raspones de llevarse puesto un garage y nada más. Lejos de agrandarnos aquellas hazañas parecÃan contemplarnos a nosotros desde fuera, como si nosotros no participáramos de ellas, indolentes y estupidizados nos quedábamos en las esquinas sin comentar nada.
Era extraño: una demencia de gas invisible habÃa llegado hasta nosotros y no lo advertÃamos. Sucede: un cuerpo se enferma, un grupo humano también. Ignoro cómo, el por qué. He evitado la superstición y el fundamentalismo de la ciencia para explicarme aquello que sucedió en nuestro barrio.Solo lo escribo, rompiendo un cerco de silencio, sin siquiera intentar explicármelo: que las palabras hablen, no sé más nada, solo las palabras que operen de mediums entre lo terreno y lo sobrenatural. Ignacio se metió debajo del camión de soda en movimiento, aquel que tenÃa pintado el escudo de Euzkadi y la palabra Aletha en su parabrisas y salió indemne. MartÃn se arrojó desde el muelle de pescadores al Paraná y quedó flotando en la correntada hasta que lo devolvió a la altura de la estación Fluvial cercándolo entre el paredón de la lancha que iba a las islas. Lo sacaron, estaba reconcentrado y se sacó las preguntas y la gente de encima con fastidio. Por la noche, noche de sábado para los chicos sin novia y sin plata, reunidos a las puertas de la casa abandonada, donde no llegaba el foco de la luz ni las miradas inoportunas estábamos quietos, callados, interrogativos por aquel zonda que destartalaba cabezas con su imperativo silencioso pero que no mataba chicos. QuerÃamos morir, "ella", la fortuna lo sabÃa; la Muerte de sonrisa desdentada también, el diablo bailarÃn de los altares herejes también, la oscuridad con su tedio de irresolución también; lo sabÃan los perros que custodiaban los pajonales de las fiebres allá atrás, donde se formaba la laguna pútrida; lo sabÃan los criminales legÃtimos que habÃamos entrevisto en los bolichones de crueldades y que parecÃan guiñarnos un ojo a nuestro paso, lo sabÃan las comadronas desacralizadas y olorientas a sangre de niño, lo sabÃan los duendes de la siesta y los angelitos en formol que guardaba la morgue del Hospital; los troles y su electricidad de señal extraterrestre, las momias que se levantaban maldiciendo en las terrazas, los lobizones sucios en sus piojeras, los vampiros que en el dÃa yacÃan en lo profundo de los patios de tierra, los locos que eran atados a las sillas con tiras de plástico y aullaban mientras la familia almorzaba entre otros gritos; las santas coléricas que pugnaban por un hombre entre sus piernas, los agusanados, los niños deformes, los poseÃdos y los que ya no tenÃan ni a su propia vida. Todos ellos de pronto fuimos nosotros. QuerÃamos morir, lo habÃamos intentado todo, pero la aniquilación nos estaba vedada. ¿Razones? No las preguntamos. Aceptamos los hechos con escepticismo adulto, envueltos en nuestras corazas que se ponÃan más brillantes en esos sábados de soledades de esquina cuando el mundo entero parecÃa disolverse y ponerse en movimiento a la vez, con las familias partiendo en sus autos hacia fiestas y los novios paseantes buscando las sombras, mientras el universo todo era el complemento adverso de aquella, nuestra mala suerte al revés. Sentados en cÃrculo una de esas noches, la recuerdo porque fue la última, nos separamos para siempre y cada cual hizo lo que pudo con su vida, aceptando el fatalismo invertido que hagamos lo que hagamos el mundo era irreal y nos gobernaba, porque estábamos siendo derrotados en nuestros designios más altos, porque lo habÃamos intentado todo, habÃamos fracasado y evidentemente estábamos condenados a vivir.
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