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Martes, 2 de noviembre de 2010
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UN CIENTIFICO

Por Eugenio Previgliano *
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Se puede llegar: a veces se demora, pero se puede llegar. Se puede, por ejemplo, imitar a quienes conocen el edificio, acceder al edificio por la colosal puerta del número 250 de la Avenida Pellegrini y caminando hacia el este por el pasillo que no lleva al Politécnico se ve que quiebra en la misma ochava, noventa grados en dirección al Norte.

Hubo una época, tal vez a fines de los sesenta según me explican, que esta singularidad geográfica que coincide con el vértice Sud Este de la manzana que contiene al edificio , fue difícil de superar por el caminante en razón de las tentadoras tertulias sociales que sucedían en el bar de la ochava que dispensaba café y refrigerios con el noble objeto de producir beneficios que permitieran a los socios de OVEA conocer las bellezas de la vieja Europa una vez graduados de arquitectas.

Una vez que se fue la Facultad de Arquitectura a la Siberia con todas sus bellas mujeres la esquina volvió al anonimato, por lo que pasado ese instante de gloria de la esquina de Colón y Pellegrini, fácil es doblar en dirección al Norte y recorrer el otro pasillo, dejando atrás la puerta del Museo "Florentino y Carlos Ameghino" y entonces, llegar a un aula del orden de los viejos anfiteatros, hecha con unas maderas oscuras que se escalonan hacia lo alto del saber y que tal vez a muchos recuerde los mejores momentos del cine argentino de teléfono blanco y escalera de mármol.

Semejante grandiosidad, poco usual en nuestra Universidad de Rosario, venía presidida para el alumno por un retrato de un joven de mirada soñadora, cuello volador y corbatín de raso, ubicado al frente, a pocos palmos de los enormes pizarrones. Un aire enigmático le envolvía la mirada de otro tiempo y debajo de él, la leyenda que ha llenado de preguntas a generaciones de entusiastas de la ciencia. El nombre del personaje y su circunstancia se informa en un cartel: "Lucas Kraglievich" dice, y un poco más abajo agrega: "se dedicó a la ciencia frente a la indiferencia de sus contemporáneos".

Muchos se han esforzado por entender esta curiosa leyenda, y si ahora me aboco a anotar estas líneas es menos por mi vanidad habitual que por sacar de esta angustia que yo también tuve a todos aquellos que habiendo pasado por esta aula de la Facultad de ingeniería recuerdan de tiempo en tiempo la mirada distante de Lucas Kraglievich, o se encuentran en una situación que consideran es asimilable a "dedicarse a la ciencia frente a la indiferencia de sus contemporáneos": mi deber de egresado del Politécnico es ser solidario con todos los polipibes y para con mis antiguos condiscípulos de la Facultad de Ingeniería tengo obligaciones éticas que no puedo eludir, para todos ellos vaya entonces esta breve, incompleta y sesgada biografía.

Nació Lucas Kraglievich en el seno de una familia croata de la ciudad de Balcarce provincia de Buenos Aires, y en esa vida simple y rural imagino que ya estaba su gusto por la ciencia, la observación y el silencio.

Estudió, según me explican, una carrera de ingeniería, pero cuando a los veintiséis años estaba a punto de terminarla, le sobrevino un viaje iniciático del que ya no pudo volver nunca. Quizás hayan sido dos los años los que pasó recorriendo el Chubut en compañía del Ingeniero Juan Carlos Ortúzar, lo cierto es que de esa campaña volvió con una interesante colección geológica y una decisión similar a la que cuenta JLB del bárbaro Droctulf quien consideró, maravillado al llegar a Ravena, que ésta valía más que todos sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania: bajo esta decisión tomó las armas de Ravena y luchó contra los invasores bárbaros.

Me dirán que esta decisión no es inusual y que en el fondo muchos hombres organizan sus asuntos a partir de sucesivas y contrarias lealtades; Lucas Kragliecih abandonó también la Ingeniería y todo lo que le quedó de vida lo dedicó a la Geología, organizando las colecciones de los hermanos Ameghino y capturando, clasificando y dando explicación de sus propias colecciones, fruto de campañas a pie, paciencia, enorme intemperie, tranquilidad de observador y tal vez una cierta paz espiritual poco frecuente en las pampas sudamericanas.

Ha contribuido Kraglievich a levantar las columnas milenarias de la Paleontología Argentina para engrandecimiento del suelo donde nació, anota el Dr. Alfredo Castellanos, a quien quizás debamos la leyenda que subraya el retrato de Lucas Kraglievich, habida cuenta que el reformista Castellanos fue el primer profesor de Mineralogía, Geología y Botánica de nuestra Facultad, apenas fundada, en 1920.

Sin embargo, sobre la indiferencia de sus contemporáneos, cabe extenderse más allá esperando cierto beneficio: cuatro años trasegó desde la revelación hasta ser nombrado adscripto honorario en el Museo de Historia Natural de Buenos Aires, y cuatro años más pasaron hasta conseguir el modesto cargo remunerado de Ayudante Técnico de Paleontología; a la muerte de Carlos Ameghino fue interinamente jefe de paleontología; sus desavenencias con un alcahuete intolerante cuya existencia ya ha sido -con justicia olvidada hace mucho tiempo y que circunstancialmente administraba el museo durante la dictadura de Uriburu, lo devolvieron al lugar de Naturalista Viajero y profesor particular de niños rebeldes e indóciles para poder producir su modesta vida material.

He allí la indiferencia de sus contemporáneos, Lucas Kraglievich se exiló en Uruguay donde sembró la simiente de la paleontología oriental, y tuvo una profusa producción en muy corto tiempo. Falleció en 1932, frente a la indiferencia de sus contemporáneos que en Buenos Aires seguían bajo el gobierno de una dictadura conservadora que, con altibajos, a lo largo de muchísimo tiempo, quebraría las mejores tradiciones de la ciencia, el bienestar en todas sus apariciones y emponzoñaría casi todos los campos, incluidas las ciencias naturales.

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