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Martes, 16 de noviembre de 2010
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Cruces

Por Irene Ocampo
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El brazo en alto, como queriendo tocar un cielo imaginario. La cabeza sube y baja. Agitación. Más allá delirio en cinturas cimbreantes. Alocadas caderas se sacuden. Emoción. Caras que sonríen. Ojos abiertos con pupilas dilatadas. Otros brazos acompañan el movimiento de los cuerpos. Algunas manos se aferran al vaso o a la bebida que contienen o quién sabe a qué precisamente. Entre los dedos, los cigarrillos son fuente de calor, color y humo. Las luces se acoplan a los sonidos vibrantes. Provocadoras de éxtasis y de dislocaciones. Las ropas tienen otros colores, intervenidos por esos destellos de neón. Las melenas parecen halos reflejando la noche y sus fantasmas. Cuando la noche está a esa altura en que las pieles son parte de un mosaico vibrante y frenético, hay que hacer algo. ¿Es posible parar de bailar? O mejor dicho, ¿tiene sentido seguir en movimiento?

No se puede bailar así, me digo, mientras intento moverme en la cama, antes de levantarme. Una tarea casi titánica. Es que estuvo tan buena la fiesta. No por nada en especial. Simplemente porque bailé casi tres horas seguidas. El CEC estaba abarrotado de gente moviéndose, bebiendo, fumando. Hablando a los gritos. Y ahora mis pies y mis piernas me lo recuerdan. Casi ciento ochenta minutos moviendo los pies, las piernas, los brazos, las manos, la cadera, la cintura como una desatada, como si hiciera meses que no salía. Ahora lo recuerdo con un poco de pena, cada vez que intento acomodarme para poder sentarme y salir de la cama, al menos por un rato. Además la acumulación de gente hizo que ahora sienta algunos extras del baile: algunos codazos, y pisotones. Por suerte me salvé de las quemazones que las colillas a veces me dejan de souvenir, y de algún choque con un vaso con bebida alcohólica. No me salvé claro, de la ropa aromatizada de tabaco. Pero, ¿quién me quita lo bailado? Nos sacudimos, saltamos, cantamos, aplaudimos, hicimos pasitos con unos sesenta temas musicales distintos. Una verdadera fiesta para varias generaciones. Temas que ya están por tener unos cincuenta años dando vueltas, como rolas imparables en los oídos y los pies de millones de personas de todas partes del mundo. La pista en el galpón de ferrocarril reciclado estaba llena de bailarines y bailanteras, danzarines avanzados y pataduras consumados, poguistas embebidos en alcoholes varios, y simpáticos y extrovertidos jóvenes de todas las edades.

Fui con unas amigas que se la pasaron transando toda la noche. La circunstancia, amorosa para ellas, también amorosa para mí pero sólo por ósmosis, me desafió a tener que inventarme nuevos pasitos de baile para disfrutar de la velada. Parece que le puse suficiente empeño al asunto, porque volví re pilas, con las endorfinas bien arriba, y pocas ganas de irme a dormir. Me hicieron falta unas vueltas por la casa, chusmear en un libro, y cosas así, hasta encontrar el momento de decir "hasta acá llegamos, se terminó la fiesta".

Pero ¿cuál fiesta se terminó? ¿Qué fue lo que hizo que todas esas personas nos juntáramos "casi sin conocernos" a bailar temas que nos identifican con algo: la edad, el estilo de música, las ganas de bailar, de joder, de pasarla bomba, o de intentar enganchar algo (un amante, una amistad, una relación nueva, un polvo de baño post porro). Era una fiesta popular, de eso no caben dudas. Nos convocaron las antojadizas raíces del baile y la danza. Nos pusimos una ropa cómoda, había algunas más producidas, pero en general, no se iba a mostrar mucho, sino a demostrar que la fiesta se arma con un par de acordes, un timbre de voz ameno y con actitud, dos pies que no pueden quedarse quietos, y un cuerpo que acompaña. Un ritual conocido para quienes solemos encontrarnos en fiestas de este tipo, pero que suelen ser casi siempre, en pequeños lugares alternativos, independientes, o el cumpleaños de alguien en algún club, peña o el patio de una casa.

Esta vez éramos una multitud enfervorecida, alocada y empeñada en absorber todos los cruces y transformarlos en cuerpos en movimiento. Las conjunciones de notas musicales engarzadas a estrofas que son parte de la cultura popular bailantera y amante de los hitazos de otras épocas. Los recuerdos asociados con los mejores momentos de nuestras diferentes épocas. La pasión que nos hace revivir algunos de todos esos momentos, atraviesa la memoria, y nos encarna para que no dejemos de mover uno solo de nuestros músculos. No importan el idioma, los temas o las variaciones de las letras cuando están acompañadas del ritmo adecuado. La música cruza todos esos espacios distintos, y lo hace a través de nuestros cuerpos que se mueven con su propio lenguaje.

Sí, la fiesta terminó. Pero sólo esa vez. Sigue y seguirá en quienes nos adentramos en su atmósfera de pura música, en la nube hecha de gotitas de sudor y vapores emanados de nuestros cuerpos en movimiento acompasado, en el rito de la danza festiva, en el planeta de los pies inquietos.

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