Ese sábado al mediodÃa llegué antes que ellos para reservar el parrillero. En medio de los aprontes, los vi llegar a los dos. VenÃan con ese aplomo que se porta al hablar de mundos ajenos. ParecÃan dos delincuentes sacados de una pelÃcula de vaqueros. Yo no soy de ir al cine. Algunas tardes, la piba que las vende a tres por diez en la esquina del Supermercado, me cuenta las últimas que salieron. Nunca se las termino comprando. No es por miserable, vos vieras la piba que bien que las cuenta.
Lo cierto es que yo no esperaba que Media Res viniera al asado. Sólo lo esperaba al Bocha. Con él, nunca hubo historia. Con el otro, sÃ. El apodo se lo ganó porque una noche se durmió borracho sobre la vÃa del tren. Tuvieron que amputarle un brazo y una pierna. "Por suerte fue del mismo lado", bromeaba cuando se le calentaba el pico.
Un domingo nos enfrentamos en la final de un torneo de fútbol en el club "Sol y Sombra". El partido fue palo y palo. Terminamos empatados: dos a dos. Fuimos a penales. Media Res atajaba para el equipo contrario apoyado en su muleta. Por dentro yo rogaba que no, por favor que no. Pero sÃ: me tocó patear el último penal. El de la definición: si la embocaba seguÃamos. De lo contrario, alpiste.
Me castañeaban las rodillas. Mi secreto era no mirarlo por nada del mundo y juntar bronca por todas las veces que, de chiquito, pasaba por la vereda de su casa y él estiraba la muleta a propósito y yo caÃa destartalado, con el dolor en el orgullo, la bronca en la rodilla que sangraba y las risotadas de todos los atorrantes que le hacÃan la segunda.
Todo eso lo concentré en mi botÃn derecho.
Le amagué como lo hace un jugador de mi categorÃa y se la tiré esquinada, abajo. Iba como pidiendo permiso. SÃ, ya sé que se la tiré para el lado donde le falta la pierna y el brazo. ¿Pero qué esperaban que hiciera? Yo soy un goleador. Sobre mi espalda descansa la ilusión de miles y miles de hinchas que, todos los sábados por la tarde, van al club y me alientan. Me piden que sea demoledor, que los destruya. Además, la amistad es una cosa y la competencia es otra. Ya habrá tiempo de tomar un porrón y charlar sobre esos temas. ¿Qué me voy a poner a explicarte ahora?
La cosa es que, con la pelota en el aire, salgo corriendo hacia el corner para celebrar con los muchachos a través del alambrado, mis compañeros abrazándome, besando la camiseta y la medallita, la bocina del Rastrojero con el que se movÃa el cuerpo técnico atronando. Y la gloria, hermano: ¡la gloria!
En eso veo de refilón que Media Res lanzado hacia el otro lado, estira la muleta en un gesto último, desesperado, y con la punta de goma para apoyar sobre el suelo, rasguña la pelota, ésta se desvÃa, pega en el palo y sale hacia afuera despacito a buscar abrigo en los pies del director técnico contrario, que tira la damajuana y grita hasta estallar: ¡que salieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán!
Hubiera preferido que un francotirador hiciera punterÃa en mi pecho, que la tierra se abriera bajo mis pies y la lava de un volcán me devorara entero, las plagas del antiguo testamento multiplicadas por trece o peor aún: que mi novia, la Denisse, me metiera los cuernos con Gaspar, el dueño del gimnasio.
Entre la polvareda, yo era una máquina devastadora de lanzar piñas, patadas y puteadas a mansalva. No se sabÃa a quién le pegabas y de quién recibÃas. Era lo de menos. Me sumé a la muchedumbre que le pegaba al referà y en un segundo momento, pasé al otro bando y empecé a defenderlo. No podÃa diferenciar de qué lado debÃa posarse el fiel de la balanza. Es más, si agarraba una balanza, se la partÃa en la cabeza al primero que se me cruzara.
Cuando divisé a Media Res me le fui al humo. Revoleaba la muleta repartiendo golpes a todo aquello que se le acercara a un metro y medio a la redonda. ParecÃa una hélice humana. En la carrera, arranqué un banderÃn y lo encaré con el palo. Lo tenÃa en la mira. Todo un arsenal de tácticas y estrategias virtuales que habÃa estudiado del Counter Strike, en interminables horas con el culo en la silla del ciber, se disputaban para ser puestas en práctica.
Con el palo lanzado al aire, siento que me camisetean y caigo como en cámara lenta de espalda al piso. A poco de revolcarme de dolor, entreabro los ojos y lo veo: era el Bocha. Desparramado como estaba, de cara al cielo, me puso el botÃn de metalúrgico número cuarenta y cuatro sobre el pecho con la puntera de acero hundiéndose en mi garganta. Por un segundo tuve la ilusión de gritar, pero a cambio, sólo pude lanzar un quejido que se fue apagando a medida que el bocha me apretaba con el botÃn. Estiró el cuerpo todo lo que pudo y se agachó hasta rozarme la nariz. Hasta el dÃa de hoy siento ese aliento rancio sellando mi vergüenza.
Aguantátela, pendejo. Lo que pasa en la cancha, queda en la cancha me dijo.
Desde el suelo, lo vi alejarse hacia el kiosquito. Mientras empinaba una damajuana, me soltó un último consejo:
¡La próxima vez tenés que ser más bicho, apuntale al balero!
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.