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Domingo, 21 de noviembre de 2010
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Las calandrias son absurdas

Por Gary Vila Ortiz
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Sí, estoy seguro, las calandrias cantan lindo, caminan con gracia, son lindas pero no pueden evitar ser absurdas. Lo mismo ocurre con los gorriones, me son particularmente simpáticos, me gusta verlos alrededor de la mesa donde estoy comiendo algo y les tiro migas o algún otra cosa, y se acercan porque son caraduras y corajudos. Pero tampoco pueden evitar ser absurdos. ¿Y las lagartijas que suelen habitar en los pisos de los departamentos, en los más altos, no en la planta baja? Son particularmente atractivas, parecen llevarnos a la prehistoria, pero no pueden impedir ser absurdas. De chico mi médico, el tío José Celoria, me regaló un burro al que llamamos Baldomero. Vivía en una costa salitrosa que lindaba con el Arroyo del Medio que compartían una numerosa majada de ovejas, que daban cuenta del pasto bien corto que crecía en el lugar, las tucuras y los yeguarizos con los cuales había hecho amistad Baldomero, a quien los padrillos le habían tomado bastantes celos. Fue por Baldomero que comprendí sin necesidad de Ionesco el concepto del absurdo. Las cigüeñas que cada tanto veíamos en los lagunones de esa costa también eran absurdas, con esos grandes paquetes en los picos y revisando las direcciones a las que debían llevarlos. Tengo una vieja devoción por las lechuzas que paulatinamente van desapareciendo de la zona. Pero aún amándolas como las amaba y aún cuando las amo en su ausencia, reconozco que eran absurdas. También me parecen absurdos los malvones, los girasoles, los marlos, las palmeras, las casuarinas. Y ni hablar de la inmensidad, visible para pocos, de los sapos. Es decir, recién ahora me doy cuenta que he vivido rodeado de cosas absurdas y que justamente son esas cosas absurdas a las que más he amado.

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De muy chico, por varias razones que los años han ido confirmando, me di cuenta que mi familia, tanto por la parte materna como por la paterna, era una familia absurda. Mis abuelos eran amigos personales de Lisandro de la Torre, integraron la Liga del Sur y luego el Partido Demócrata Progresista, por lo cual yo seguí el mismo camino. Creían, tanto ellos como yo, en el liberalismo (en ese liberalismo que David Viñas señala en Lisandro) y en otras cosas como la ética política, es decir en todas esas cosas viejas en las que ya nadie cree. Ser liberal (en el sentido político no en el económico) es en estos tiempos algo que parece emparentarnos con la delincuencia. Hace unos días leí algo sobre el desencuentro entre la democracia y el liberalismo, lo que es un dislate, ya que liberalismo, para existir no requiere necesariamente de la democracia. No es lo mismo, aún cuando por mi parte creo tanto en la democracia como en el liberalismo, ideas que como muchos suelen recordármelo con alegre insistencia, traicione. En otras palabras, creo en las mismas cosas absurdas en las cuales creía mi familia. Volveré ahora, si algún lector de estas líneas me lo permite, a esos años perdidos de mi niñez y parte de mi adolescencia.

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Me gusta la sudestada, que alguna vez tiró una gran rama de casuarina sobre la casa donde vivíamos. Ese mismo viento que transformaba el hilo de agua que solía ser el Arroyo del Medio en algo parecido a un tumultuoso río. Ignoro si sigue siendo así, pero si lo es, volvería a recorrerla al galope largo de mi caballo siguiendo a la caballada, y al burro Baldomero, que eran como llevados por un viento que nos transformaba. Añoro lo trucos de seis que jugábamos por la noche mi abuelo materno, mis cuatro tíos hermanos de mi madre y yo, iluminados por una lámpara de kerosene que estaba puesta sobre una lata de galletitas que no recuerdo cuales eran. ¿Qué libros leí en esos años? Sé que fueron bastantes pero los títulos surgen cuando quiere mi memoria y no cuando quiero recordarlos. Estaban en un mueble, hecho con ese propósito, la colección de los libros que fue publicando La Nación y de los cuales aún deben quedar algunos, pero no los encuentro y no creo poder encontrarlos. El que mejor recuerdo es "Las minas del rey Salomón". De Ridder Haggard leí muchos años después sus cuentos que suelen ser pasados por alto con absoluta injusticia, con la excepción de Henry Miller que le reconoce su valor literario. Sobre todo el placer que da leerlos.

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En la costa de la que hablé había ocho gansos que hasta que recuerdo nunca pasaron de esa cantidad. Eran más absurdos que los animales que he mencionado antes. Tiernamente absurdos. Eran tres machos y cinco hembras. Las cuales cada tanto quedaban preñadas. Pero apenas nacía un gansito, todos los gansos, incluidas las hembras que aún no había parido, se dedicaban a su cuidado, con el resultado que ese gansito se moría y los otros huevos puestos se podrían. Alguien llamaba a esa costa "El sitio misterioso de los ocho gansos".

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He hablado de cosas absurdas, pero en uno de los sentidos que podemos dar al absurdo en estos tiempos, para no amargarnos demasiado. El más liviano, el más soportable. Los argentinos siempre hemos tenido una tendencia a las pesadillas kafkianas, a las situaciones que nos plantea Beckett, pero aquí hablo de ese absurdo con sonrisas de "La cantante calva". Una distracción en medio de la incertidumbre. Es la sensación que ese tipo de absurdo nos persigue inexorablemente y no parece que nos damos cuenta que las cosas van para otro lado y son muy serias. Mucho más serias de lo que creemos. Estamos en las trincheras de Verdún (con la certeza que muchos no tienen idea qué fue Verdún) y damos en jugar al posiblemente inofensivo juego de la Oca. Otro animalito que comienza a ser absurdo por el nombre.

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Como ya se habrá comprendido, si la lectura ha llegado hasta aquí, este texto es absurdo. Por lo cual debo aferrarme a pensar que todo tiene algo de absurdo, las calles de la ciudad abarrotadas de autos, la ausencia de carritos tirados por algún caballo flaco y desganado, la abundancia de gente vieja, los señores barbudos, las mujeres obesas, la gran cantidad de gente joven, la sala de espera de un hospital en la cual de cada diez personas hay nueve que juegan con sus celulares, sentir a través de la puerta que el médico le dice al paciente que no venga más pues ya está muerto, el cansancio placentero de las mismas memorias, todo forma parte de un absurdo que no conocemos en su esencia. Pensamos que para ser absurdos la ciudad en la cual vivimos debe ser absurda y el país también. ¿Vivimos en una ciudad absurda? ¿Es este un país absurdo? No son dos preguntas fáciles de contestar. ¿Cuál es mi respuesta? Una respuesta probablemente absurda. Hace mucho en un poema dijimos que "ésta era la única ciudad para vivir y para morir". No quisiéramos vivir en otra. En cuanto al país, como la realidad en general, puede ser insoportable, pero lo amamos, y si se ama se debe aprender a soportar. Aceptar esto es reconocer que nuestra ciudad ha dado individuos que estuvieron en el absurdo de la utopía (que hay que tenerla aún sabiéndola absurda). Por el momento serán suficientes dos ejemplos: El de Lisandro de la Torre, que terminó suicidándose y el del Che Guevara, que murió traicionado y vilmente asesinado. Pero hay otros que nacieron en esta ciudad o que sin nacer en ella la hicieron como suya.

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La primera carta que recibimos de Facundo Marull fue a fines de la década del setenta. Había escrito sobre él y su carta me preguntaba el por qué si no lo conocía. Mi respuesta fue una invitación para que viniera a Rosario, invitación que aceptó y vino. Yo lo había conocido por Víctor Sabato (o Sábato, el acento de su nombre es el acento más polémico de la literatura rosarina), y también por el hermano de Gambartes, noticias que me llegaron por Hugo Lenzoni poeta que se murió tan joven. Fue Sábato quien lo recibió y lo presentó en aquella ocasión y Aída Albarrán quien se carteó posteriormente con él y escribió sobre su obra. Facundo Marull era un personaje digno de esta ciudad absurda, pues él era maravillosamente absurdo. Uno de los artículos sobre Marull de Aida Albarrán apareció en el diario que hacía el Sindicato de Prensa de Rosario ("Papeles", 25 de julio de 1997). En ese artículo cita fragmentos de algunas de las cartas de Facundo. "Vivía en Rosario donde en la década del 30 nada llegaba. Estábamos lejos, a trasmano (?) Yo sólo conocía los nombres de Rimbaud, de Apollinaire, Corbiere, Valery, Mallarmé, los dadaístas, expresionistas, todos, pero no conseguía sus obras. Mi ocupación cotidiana era recorrer las librerías de viejo, desde Arroyito al Centro, pesando por Rosario Norte, caminando Wheelwright". Esta carta es de junio de 1980. En otra dice: "No lo comprendo. Yo era así, desordenado; ahora me es imposible interpelarme a través de la distancia que nos separa y es probable, que en ese caso, el Facundo Marull de entonces no me recuerde ni me reconozca y piense: Este viejo está loco. Pero yo soy su consecuencia, como si fuera su hijo o el descendiente de un poeta de Rosario que llevaba la corbata torcida porque no le importaba y debo decir que no lo entiendo".

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Cristián Hernández Larguía, a los 89 años, sigue más vivo que nunca y de la forma de vivir que tenía cuando lo conocí hace más de cincuenta años. Quiero decir, con una absoluta fidelidad con lo que piensa y siendo cada vez más notable con su música. Creo, no lo conozco, que el Concejo Municipal editó algo sobre la música de Rosario, en el cual no hay ni noticias de Cristián, del Coro Estable, del Pro Música, ausencias incomprensibles, pero lógicas en esta ciudad. Las ideas de Cristián no son fácilmente perdonables, sobre todo por aquellos que hacen gala de una innata estupidez. Yo aprendo de Cristián cada vez que tengo la suerte de comer con él o tomar unos vinos en un café, sobre todo en el entrañable Mengano.

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El Negro Fontanarrosa nos hizo una broma de humor negro al mandarse a mudar tan temprano. Pero claro, era tan sólo la muerte la que podía sacarlo de Rosario, como la mejor respuesta para darles a quienes siempre le preguntaban el por qué seguía viviendo acá. Pero los necios no comprenden que alguien pueda elegir Rosario para vivir. No pertenecí al grupo selecto de la mesa de El Cairo, pero lo quería entrañablemente y creo que él me apreciaba. Siempre le agradeceré, y nunca lo suficiente, los dibujos para "Estructuras imposibles". Un agregado familiar en relación al humor: Una prima hermana, Felicitas Maini, acaba de ganar el primer premio para cuentos humorísticos realizado por la municipalidad. Me alegra mucho. Supongo que se trata de una alegría absurda.

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