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Lunes, 22 de noviembre de 2010
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Sofía nunca estaba sola

Por Guillermo Paniaga
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Cuánto dolor, pobre Sofía. Mirala, ahora. Tan fuerte, tan viva que era Sofía cuando peleábamos. Ella que había zafado; no de la picana pero sí de los vuelos. Mirala, ahora; pobre, tan viva que era cuando peleábamos, y después, cuando nos buscaba; porque ella nunca dejó de buscarnos. Y nos encontró; aquí estamos; nos encontró. Nosotros vinimos para consolarla. ¿Qué hicimos mal? No sé por qué pregunto, si lo sé.

Habíamos pretendido alivio desterrando el recuerdo, nos resultaba fácil mentirle sin palabras, surgiendo sólo para acompañarla, pero cuando el estudiado descuido de Irene nos obligó a inventar una realidad distinta, no supimos, no quisimos, o no tuvimos el valor para sostenerla.

No la culpo; el que Irene haya comenzado a hablar, después de tantos meses silenciosos, y el que haya mencionado a Juan, cuando parecía que contaba un chisme sobre Luis, nos demostró, sin recriminaciones, que habíamos equivocado desde el primer día nuestro proceder.

Irene, siempre Irene; la lúcida Irene que nos había advertido que debíamos rajar, abandonar el país, pero nosotros no, porque acá las cosas, acá la gente, la querencia; porque acá, siempre acá... Y tenía razón. Como siempre, Irene tenía razón. ¿Quién cayó primero? No lo sé, no importa el orden; caímos todos. Jorge, Marta, Irene y yo... y Sofía. Sí, era Sofía esa voz que me llegaba desde afuera; era ella el grito detrás de la música estridente; era ella el dolor mudo que renacía con cada gol de Kempes; era ella y éramos nosotros.

¿Por qué fuiste tan ciega? ¿Por qué te aferraste al dolor pasado tanto como para permitirle el presente? ¿Por qué el amarillo de las últimas hojas o la tibieza del primer sol no fueron suficientes para despejarte las miserias del alma? ¿De qué te sirven los ojos en la cara si los pasos van siempre hacia atrás; siempre? Hubieras hecho bien en seguir el consejo de los sensatos, esos que te recomendaban el olvido. Pero vos no, no quisiste olvidar, o no pudiste, o no tuviste el valor para cagarte en nosotros. No me hagas caso, Sofía; ya ves que sigo siendo un hombre y como tal me equivoco; si te increpo es para ocultar mis culpas, los errores del hombre que sigo siendo, Sofía... Tantos errores... Porque sigo siendo, Sofía, y vos lo sabías mejor que nosotros.

Fuimos tan negligentes con ella; no quisimos reconocer su constante deterioro. Allí sentada, en la mecedora incansable, con el cabello gris y ajado (de pronto gris y ajado), con la mirada vacía y la piel transparente; no era ni la sospecha de lo que había sido apenas tres meses antes, cuando los ojos le brillaban, en brazos de Juan.

Tantos años buscándonos, ¡cómo no estar con ella cuando más nos necesitaba! Pero erramos, fallamos, pretendíamos olvido.

En lugar de Luis, Irene dijo Juan; y ya no pudimos fingir ignorancia. Irene, la lúcida Irene. Su voz repentina nos sobresaltó. Jorge se atragantó con el carozo de un damasco y Marta derramó el café. Cuando Jorge pudo respirar y Marta terminó de secar la alfombra, nos sentamos en la sala y nos miramos como tratando de adivinar quién de nosotros rompería el silencio; con simulada indecisión acrecentábamos la ansiedad de Sofía... ahora por fin Sofía nos miraba, por fin había una pequeña, muy pequeña lucecita en sus ojos.

Fue hace tres meses que comenzamos a frecuentarla; primero esporádicamente, cuando lo creíamos necesario; luego todos los días, convencidos de que, aún en silencio, serviríamos a su consuelo.

Pero el silencio era un error e Irene lo había subsanado. ¿Quién hablaría, ahora? Y qué decirle. No estábamos preparados. Siempre supimos que Irene terminaría por romper nuestro acuerdo tácito; siempre supimos que éramos nosotros los equivocados.

Recuerdo cuando la visitamos por primera vez, el deterioro de la casa nos espantó: las pinturas y los platos que cubrían las paredes del living atesoraban el polvo de meses; las guardas del empapelado comenzaban a desprenderse y permitían inseguros parantes para las telarañas repletas de insectos; el cabello de Sofía conservaba algún color, aunque el brillo y el peinado habían desaparecido. Algunas veces oímos el teléfono, pero ella lo ignoraba; con el tiempo dejó de importunarla. Si comía algún alimento, era por los servicios de la señora Hilda, que cada mediodía llegaba con un plato de comida y no se retiraba hasta que Sofía lo terminaba; y todo esto lo hacía por caridad; jamás aceptó un centavo de Carlos, el hijo mayor de Sofía.

Tanto nos había buscado, tanto había deseado el reencuentro, que nos pareció extraña la aparente indiferencia con la cual nos trató los primeros días; era como si en verdad no nos hubiese percibido hasta que Irene, la siempre lúcida Irene, mencionó a Juan.

Tratábamos de generar conversaciones agradables, queríamos motivarla, sacarla de su eterno vaivén, pero nuestras palabras se perdían como las de una radio que sólo se enciende para mitigar la soledad. Algunas veces lográbamos arrancarle la intención de una sonrisa o de los ojos un destello, y eso nos enterraba aún más en nuestro error. Ahora entiendo la mirada acusadora de Irene; ahora entiendo por qué la mirada de Irene nos parecía acusadora.

Con el silencio sólo logramos que nuestra tarea haya sido menos carga que respuesta; nos tranquilizaba creer que Sofía mantenía una calma extraña, cuando en realidad hubiésemos debido preocuparnos más por que saliera de su encierro.

Durante tres meses, día y noche acompañamos a Sofía; a veces nos turnábamos, otras coincidíamos; ella nunca estaba sola. Con el transcurrir de las semanas, la obligación fue rutinaria y la meta casi un descuido; hubo días en que nos entreteníamos leyendo o jugando naipes sin tener en cuenta a la pobre Sofía, ignorándonos desde su mecedora. De la casa, me gustaba el hogar de la sala; alguna noche quise encender el fuego y darle un motivo para los ojos extraviados; una llama azul, blanca y amarilla donde las figuras hubieran sido más de lo mismo: un disfraz para desatender el dolor.

Hasta que Irene dijo Juan y entonces por fin nos permitimos hablar, y por fin le oímos de nuevo la voz... Juan, repitió... No estábamos preparados, nos sentíamos presionados, no supimos qué decir; el tema era Juan, eso era claro, pero qué decir... Nos miramos... y Marta que, de puro torpeza y nervios, le preguntó si no había sido Juan el que le disparó...

Quizá fue por lo precipitado de los hechos, pero Sofía reaccionó mal. Por primera vez en meses hizo un movimiento distinto al de los pasos involuntarios que la empujaban, llegada la noche, hacia el frío de la cama; nos asustó, saltó de la mecedora y golpeó con un puño la vieja foto de colación, donde el ímpetu de Marta y la ansiedad de Sofía se abrazaban inexpertas. Lloró ocultándonos el rostro; arrojó al piso los polvorientos adornos de la sala; destruyó floreros vacíos y espejos salpicados por el sarampión del tiempo. Irene intentó tranquilizarla, le recordó las intenciones de Carlos, le aconsejó que no le ofreciera en bandeja las excusas que él necesitaba; Sofía no quería oírla más y vanamente le arrojó un platillo de porcelana que impactó de lleno en el retrato de Juan.

Es tan absurdo, visto en la distancia; tanto tiempo ocultándole el sol con las manos, tantos esfuerzos por evitar un recuerdo que siempre fue presente. Porque no era a Juan sino su a recuerdo lo que pretendíamos evitar.

Necios.

Sofía sangró mucho, tanto como con el disparo. Esa tarde, cuando llegó a la casa, Carlos sólo vio lo que sus ojos quisieron ver: a Sofía ensangrentada, sostenida de los brazos por la señora Hilda; un mecedora inmóvil; la sala destrozada; la decisión de una sentencia ya meditada.

En el piso, el retrato de Juan soportaba el cristal astillado. Carlos lo alzó, le quitó el polvo y, otorgándole un lugar que no merecía, lo acomodó junto con los nuestros en aquel improvisado panteón de instantáneas.

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