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Lunes, 27 de diciembre de 2010
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¿Cuántas horas dura un instante?

Por Guillermo Paniaga
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¿Cuántas horas dura un instante? Apenas he dejado de pensar, de escribir, de fumar y ya el día comienza a despuntar detrás del límite más real de mis ventanas. Recuerdo los silbatos de los guardias nocturnos, los ladridos de un perro; estaba besándote cuando los oí y seguía besándote cuando descubrí el rosa pálido de las nubes entre los edificios. Y fue nada más que un beso. Nada más que un efímero e inocente beso. ¿Cuántas horas dura un instante?

Ahora hay como una línea de fuego entre las nubes; es un amarillo tan intenso que podría jurar que es el mismísimo sol sorprendido en sus formas secretas, las que sólo se permite cuando cree que el mundo duerme. Sí, ya lo sé: es una tontería desde que no en todos lados es esta hora y este despertar (la continuidad, bendita continuidad de las cosas), pero deja de serlo cuando descubro que el mundo es mundo sólo allí donde yo me encuentro. Este es el mundo y no hay posibilidad de más. Yo soy el mundo, los hombres, el pecado: la humanidad. Yo. Vos también sos parte de mí.

Ah, qué de tonterías; debe de ser por la hora, el cansancio, ¿cuántas horas dura un instante? Es inútil recuperar el tiempo. Es tan inútil como pretender que el tiempo existe. Soy yo el que se ha perdido en esas horas, cuántas horas. Es inútil intentar recuperarme. Hoy tampoco podré dormir. Hoy tampoco podré escribir sobre Adán, sobre el capitán, sobre la puta historia que ya comienza a pudrirse en mi alma. Si no logro desprenderme de ella, apestará, me alcanzará la carne, me aniquilará. Pero hoy no, hoy no es el día.

Tengo ganas de salir a caminar. Hace tiempo que no respiro el aire de la madrugada, hace instantes, días.

Salí de casa con el gesto perdido de los zombis, me detuve en la esquina y observé con alguna simpatía el silencio de los bancos, en la plaza. Una mujer gorda paseaba su mascota; no me vio hasta que estuve a unos pasos de ella. Mi expresión ha de haber sido mucho peor que la de los zombis; me miró con terror, alzó su mascota (un pequeñísimo chihuahua que no dejó de ladrarme hasta que me hube alejado) y caminó con prisa hacia la casilla de la guardia policial. Yo seguí mi camino sin voltearme; por un minuto esperé que sonara el silbato del policía, que me obligara a detenerme, que me pidiera los documentos, pero nada de eso ocurrió. Entonces noté, al doblar en la esquina, que la posibilidad de haber sido detenido en circunstancias tan estúpidas no me había inquietado en realidad, de lo contrario hubiese sentido un gran alivio al alejarme a salvo. Nada de esto ocurrió tampoco, no sentía nada, ni siquiera desidia. Estaba más allá de la desidia. Era realmente un zombi. Creo que (no puedo asegurarlo) seguía sumido en ese instante, seguía besándote. Pero te repito que no puedo asegurarlo; ahora, cuando ya es casi noche otra vez, me cuesta horrores determinar exactamente qué ocurrió dentro de mí entre mi casa y el bar del Polaco. Puedo, sí, hacer una minuciosa descripción de todo cuanto aconteció a mi alrededor, pero nada dentro de mí. Recuerdo hasta las hormigas que, al final de la plaza, luchaban por trasladar un inmenso (para ellas) trozo de galleta. Eran quince. Quince hormigas. La galleta era una de esas de la publicidad, la de los 23 agujeritos. Pude identificarla aunque se trataba nada más que de un trozo. Ya al acercarme al río, la calle comenzó a poblarse de hombres y mujeres que se dirigían a sus empleos. Nadie sonreía. Algunas madres iban con niños de la mano. Los llevarían a la escuela. Ellos tampoco sonreían. ¿En qué piensan las madres en horas de la madrugada? ¿En qué piensan los niños? ¿En qué los obreros y los oficinistas? ¿En qué los funcionarios? ¿Debo considerarlos nada más que en esas tontas categorías? ¿Ninguno de ellos es capaz de demostrarse que son individuos más allá de las etiquetas, que son únicos, irrepetibles e infelices? ¿En qué piensan cuando sí ríen?

De tres en tres, de hora en hora, de página en página, de cama en cama, de calle en calle, de ayer en ayer; voy y vengo, acelero, me detengo, miro hacia los lados, miro hacia arriba, miro mis pies (son mis zapatos, no mis pies), dejo atrás la cuadra y ya estoy en otra, respiro, sudo, fumo, esquivo el sector donde señoras de bolsos con la compra y señores con el diario bajo el brazo se apiñan en torno a algo que mejor no preguntar, la curiosidad me atenaza la garganta, pero no puedo, no debo someterme al canto de las sirenas. Mañana los diarios dirán lo que dirán. Cantarán los gallos. Los diarios dirán lo que dirán. El sol estará aquí, otra vez, de cielo en cielo, en mi mundo. Los diarios dirán lo que dirán. Una braza muy pequeña se desprende del cigarrillo y el viento me la estampa en el cuello. Me sacudo; sudo, respiro, fumo, reprimo el deseo de correr hacia el fondo de una ciudad que no lo tiene, la vida no tiene fondo; al final está la muerte, pero no es el fondo, no es la vida; es sólo la muerte, mi muerte, la muerte de mi mundo; otras muertes son también mi muerte, las conozco, las detesto, les envidio esa indiferencia a las señoras con los bolsos de la compra, a los señores con los diarios debajo del brazo. Mañana los diarios dirán lo que dirán. Y dirán, dirán, dirán, dirán, dirán. Los Diarios.

El sol es tan exacto; un día así necesita un sol así, y me necesita a mí, también, aquí, corriendo paso a paso, calle a calle, tan lento, tan justo ahora para pensar en el sol, en las calles, en la muerte que me rodea y se escinde de mi vida para formarse solitaria allá en el fondo de la ciudad sin fondo. Y sudo, fumo, me agito, me sorprende la sonrisa de esa chica que me ve huir sin saber que huyo regresando; por qué me sonríe, por qué no se espanta como las señoras con sus bolsos, por qué me invita. Porque el mundo sigue siendo tan asquerosamente hermoso.

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