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Lunes, 10 de enero de 2011
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Historias de amor

Por Guillermo Paniaga
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Simetría opuesta

La simetría era inversamente perfecta: mientras él la miraba, ella se concentraba en la lectura. Cuando ella notó su presencia, él ya estaba pidiendo la cuenta para mandarse a mudar.

Milanesas con papas fritas, había almorzado él. Ella, un tecito con limón. La Náusea, leía él. Los caminos del encuentro, devoraba ella.

Sin dudas, las distancias eran infranqueables, pero por una de esas cosas que suceden cuando las simetrías son inversamente perfectas, una tarde se toparon en la puerta del bar mientras él salía y ella entraba.

Nunca mejor utilizada la expresión, (me refiero a topar) porque, literalmente, fue lo que ocurrió. Con el choque volaron varios papeles de ella hacia la calle y un libro de él, ya bastante maltrecho, fue a caer en la sopa de fideos que engullía una señora macilenta y entrada en años, una de esas mujeres que siempre se creen obligadas a informar sobre su estado civil y la entereza de su himen (¡Se ño ri ta!).

Cualquiera podría imaginar un coro de puteadas, pero en realidad a él la situación le provocó una gracia espantosa y se echó a reír como un forajido... mientras ella secaba sus lágrimas con la única hoja que había logrado salvar de la catástrofe. Todo esto ante la indignada señorita de los fideos, que sí puteaba como una rea.

El se sintió un poco culpable por la risa frente al llanto... ella se decía que era una estúpida, por llorar.

Se disculparon mutuamente: los dos se atribuían la responsabilidad del accidente.

Se miraron... Como él tenía tiempo y ella estaba apurada, coincidieron en citarse a una hora que fijaron en el momento.

Ella, que entraba, se fue; él se quedó y pidió un café.

A las siete de la tarde, él todavía se preguntaba si valía la pena, si realmente valía la pena; ella esperaba. Cuando él por fin se decidió, ella salía del bar en busca de un taxi. Le gritó, y claro, ella no lo oyó.

Pero como, increíblemente y gracias a la providencia, los taxis libres no abundaban ese día, él pudo alcanzarla. No sabía su nombre, de manera que reflexionaba sobre la forma más amable de llamar su atención: tocarle el hombro con el índice le parecía desagradable, el adjetivo "flaca" era bastante vulgar y quizá la hubiera ofendido, porque ella era más bien entradita en kilos... Nunca tan bienvenido el gallo que se le atragantó y lo forzó al involuntario jra jram jhuas... sput. Ella, asqueda, volteó para mirar de reojo al maleducado y...

Hablaron de libros y de cine (él de libros, ella de cine; al mismo tiempo). El la invitó a caminar, pero ella prefería un taxi (y él que no tenía un mango).

Terminaron en un hotel.

El ya se estaba durmiendo, pero ella... ella quería más.

Quedaron en que él la llamaría; ella le escribiría un mail.

El nunca llamó y ella lo mandó, vía @.com, a la reputa madre que lo parió.

El lo lamentó, porque después se dio cuenta de que la extrañaba. Ella lo olvidó pronto.

El, a veces se llama Cástor. Ella, siempre Soledad.

Reencuentro

El cortejo avanzaba bajo una llovizna persistente que humedecía cada hueco, cada grieta, cada pared de las bóvedas grises, negras, tristes.

Natalia tomó las manos de Julián y las llevó lentamente hacia su pecho; Julián apenas pudo percibir los latidos como ausentes del corazón cansado y apenado de la mujer.

Los caballos retozaban nerviosos, afectados por el luctuoso instante; con la respiración exhalaban un vapor tibio y agridulce de alfalfa y miel, de caballeriza aseada; era un aroma inadecuado para el dolor porque recordaba infancias. La humedad sí era densa, como los ánimos; las ruedas del carruaje patinaban sobre un empedrado cubierto de arenilla y aserrín viejo. Se oía un bisbiseo de pasos lentos y arrastrados; la ausencia de palabras remarcaba la insistencia de los llantos mudos, del rodar de la carroza, del resoplo agridulce de las bestias.

Julián miró a Natalia y vio una cara demacrada, blanca, serena, vacía, llena, temerosa, valiente, resignada, orgullosa, poderosa, pordiosera: contradictoria. Alguien sollozó. Desde la sala llegó un rumor apagado. Julián se inquietó porque ella también notó que eran las voces de los chicos haciendo preguntas insistentes e imposibles de responder.

El viento silbaba entre los árboles. La neblina comenzaba a descender; la escena era cada vez más espectral. El golpe de las ruedas sobre el empedrado provocaba un leve temblor que se aferraba a los suelas, ganaba los pies y luego trepaba por la piernas para recaer en los estómagos, allí donde las almas reposaban; allí, en el último subsuelo de la caja carnal.

Julián la miró sin decir palabras. No fue necesario hablar: ella siempre supo, siempre entendió. Cuánto amor en tan poco tiempo. ¡Cuánto amor!

El carruaje, ahora, se había detenido delante de la puerta de hierro. La antigua placa de bronce había sido pulida para recibir a ésta nueva que esperaba, debajo de un exquisito género de tela negra, que la descubrieran las manos trémulas del cortejo. Los caballos seguían nerviosos.

Su aliento, con las horas, fue cada vez más débil. El cabello descolorido, seco, revuelto sobre la almohada, dibujó un complicado laberinto de cuerdas que Julián observó ensimismado para no pensar... o para intentar no pensar.

Las cortinas de encaje blanco, las velas, las flores, el silencio, la bruma, los pasos apagados, alguna tos solitaria, los sollozos, el empedrado húmedo, los caballos tensos, el chirrido de los ejes de las ruedas, las placas de bronce, las bóvedas grises, negras, tristes: todo conspiraba contra la vida.

Se ahogó, tosió mil veces como si el alma hubiese buscado necesariamente huir en esa acción; un hilo de sangre brotó de su pequeña nariz. Julián acercó la vela, tomó un pañuelo y delicadamente la higienizó (Natalia no vio cuando Julián, con el pañuelo, restañó una lágrima dulce, aquella con la cual le aseó la nariz).

Seis hombres asían los bronces en el último tramo, trasponían la puerta de hierro al tiempo que los sollozos se transformaban en llantos, en pañuelos aplastados sobre rostros dolidos, desfigurados.

Julián acomodó la almohada y la besó; le cerró los ojos... repasó con los dedos el borde seco y ya frío de sus labios.

Alguien hablaba, era el obvio "discurso para el hombre probo y el padre ejemplar"; nadie lo escuchaba... todos lloraban...

El cura dijo una oración moviendo apenas los labios, dibujó una cruz en el aire y bajó la mirada hasta perderla en el empedrado. Los llantos recobraron intensidad. La bruma era espesa; el viento comenzó a ganar fuerzas. La lluvia rebotó sobre los cristales. La neblina se disipaba. La llovizna persistía, pero las gotas fueron más gruesas y picaban en los rostros. Los paraguas se abrieron. Los caballos intentaban un paso que el cochero censuró. Los movimientos se hicieron menos lentos. Una lágrima serpenteaba tímidamente en la mejilla de Natalia. La llovizna fue chaparrón. Los tiempos se acortaban. Los llantos se tornaron quejas y reclamos inútiles cuando la puerta de hierro se cerró bruscamente impelida por el viento. Las velas se apagaron. Los caballos por fin marchaban. El cortejo desaparecía en corridas y paraguas compartidos. Las placas de bronce quedaron descubiertas, una junto a la otra. Un rayo cayó sobre el pararrayos de la iglesia. El piso vibraba, el apuro fue confusión. Julián abría los ojos y vio a Natalia en un tiempo que no era aquel, la vería en un pretérito doloroso y ahora absurdo confundiéndose con el presente y sentenciando un futuro eterno. Los paraguas se voltearon; las calles se anegaban. El viento huracanado y la lluvia desesperada anunciaban el reencuentro de los amantes.

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