Nadie podrÃa sacarme de la cabeza que antes, cuando uno era chico hacÃa menos calor. Aducen algunos que al ser pibe uno no comprende las altas temperaturas porque está inmune a ellas. La adultez trae el calor como un castigo. Recuerdo la sala de la casona de mi padrino, la sala de confección, el techo alto, negro y las aspas batientes y silenciosas de un ventilador generoso que inundaba de viento todo el antro. El cosÃa las solapas, con alfileres en la boca a la vez que hablaba un verdadero prodigio y detrás, con las alas abiertas inmortalizadas en una mala disección un flamenco que con su pico negro admonitorio parecÃa aún en la sequedad de la muerte, estar reclamándole el por qué de su derrumbe a manos de una escopeta en la alta noche de los bañados. En su lecho final, mi padrino me susurraba que le diera "cristiana sepultura" al pajarraco, porque él no creerÃa "verlo en el cielo, porque yo, ahijado, me voy derecho al Infierno". AllÃ, en esa otra sala del Hospital 9 de julio sà que hacÃa calor en serio o ya me habÃa vuelto adulto: los ventanales con una cortinita de rafia eran masacrados por el sol y flotaba en el aire un tufo a prisión, a limones agrios, vendajes con ungüentos. Era mediodÃa, busqué al enfermero y le comenté la canÃcula de fuego. Ay, querido, no se puede hacer nada con esta obra social, ni ventiladores tienen y se fue en un giro de mariposa. Fui hasta mi casa a dos cuadras y traje el mÃo: un Atma de mesa, giratorio como una tromba. Cuando llegué, la cama de mi padrino estaba tendida. Una gorda de uniforme azul la estaba acomodando. Le pregunté por él, temiendo lo peor. Fijate en administración, algo pasó, no se murió quedate tranquilo, pero algo pasó. Se habÃa fugado, quejándose del calor, vestido con un ambo blanco de médico y en ojotas. Afuera, la lava del aire disolvÃa los cuerpos que circulaban a la sombra de las paredes de las casonas como fantasmas sudados. Miré hacia ambas esquinas y tuve un pálpito: fui hasta el parque Urquiza donde lo encontré. Estaba entrando por el callejón que llevaba al puerto libre de Bolivia. Le grité, se dio vuelta, jorobado y distante pero continuó avanzando. Iba al rÃo, a su rÃo compadre donde alguien lo estaba llamando. Cuando ingresé por la puertita semioculta estaba a la sombra de unos paraÃsos, sentado, descalzo y en cueros con el ambo doblado con respeto sobre su falda. LucÃa unos calzoncillos marrones con dibujitos de anclas que yo le habÃa mandado a la clÃnica. El calor parecÃa no poder entrar a ese cÃrculo de sombras de hojas, como si un redondel mágico nos protegiera. Vos sà que te cuidás de este calor, tosió señalando el ventiladorcito que aún tenÃa en la mano. Nos reÃmos,encendimos dos fasos. Le pregunté si querÃa alguna cosa, agua, una toalla, algo. Un vaso de cerveza La Negrita y quedarme con tu viejo acá, pescando con lÃnea. Su dedo sarmentoso señalaba los confines del puerto, los fierros oxidados, el gran Paraná. Me volvió a comentar la noche que extrajo con bichero aquel surubà ancestral de 57 kilos mientras empezaba una tormenta fabulosa arriba que hizo que volviéramos en la chatita con el cadáver del bicho y sus aletas ventrales asomando a los costados bajo la lluvia, los relámpagos violáceos, las ramas que caÃan cerca y la risa potente de mi padrino porque habÃa vencido a las calamidades del rÃo y extraÃdo el más gigante entre gigantes. TenÃa una boca asÃ, entrabas completo en esa época, me señaló. La barba de tres dÃas, con pelusitas duras de canas le daban una imagen de santoral, semidesnudo, como con un taparrabos. Aún le colgaba del brazo el tubo del suero. A ver, Varela, permitime y le saqué la aguja suavemente. Me miró. Sos mejor que tu viejo, che Costeleta, aunque como pescador sos un salame. Miro a la distancia, donde los arbolitos, algunas lanchones, el agua ondulando en la incandescencia. Pero sos, como sea, pescador y guitarrero. No hubo dramatismo ni nada patético. Repito, fue una postal sin flores, erguido y dando la última pitada cuando me despidió. Ya sé. Me vas a decir que no me vas abandonar y todas esas pavadas, pero ahora andate, che Costeleta. Dame la mano y andate que tengo que hacer, ¿eh? Decile a tu viejo que se cuide, que no haga como yo y que ya lo voy a visitar cuando esté dormido. Ahora anda, andate que me sé cuidar solo. Me dio la mano áspera y como desde que tenÃa uso de la memoria, me dio un suave coscorrón en la cabeza.
Al otro dÃa me dieron la noticia. Pasé por su casa y puse en el bolso el flamenco disecado que enterré por Vera Mújica al fondo, antes de ir a verlo a la sala mortuoria.
HabÃa aire acondicionado y un olor a jazmines que mi papá habÃa cortado de la planta del patio para él. ¿Sabés que Varela pescó un "mostro" una noche en el puerto? Vos eras muy chiquito para acordarte, ¡que te vas acordar!
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