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Lunes, 24 de enero de 2011
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Cementerios

Por Guillermo Paniaga
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Detuvo bruscamente el giro, miró el tronco de la parra que crecía hacia el fondo del patio; el gris de la corteza salía constantemente de su lugar, iba hacia la derecha, siempre iba hacia la derecha en un desplazarse eterno de apenas centímetros, llegando y volviendo a partir sin que por eso él pudiera advertir el corte y el recomienzo; sintió un cosquilleo en el entrecejo, trastabilló y cayó al piso. Apenas el mareo comenzaba a disiparse, se echó a reír.

"Dejá de hacer eso" le dijo su madre, que lo observaba desde la ventana de la cocina; "te vas a lastimar".

El se paró y volvió girar con los brazos extendidos, como un molinete, cada vez más rápido, más rápido, los ojos abiertos, las paredes desencajadas, el mundo desencajado y en movimiento, una gran mancha de colores que iba cambiando de intensidad, perdían fuerza los tonos más fuertes, los blancos se acentuaban, la mente alerta al giro y, también ahora, a la madre que lo observaba, que estaba allí aunque estuviese perdida en algún lugar detrás de la mancha en movimiento; era el mismo juego, pero ya no era divertido, no rió al caer de espaldas, al ver el techo girando como antes él, al sentir la mano que lo tomaba del brazo y lo levantaba bruscamente, lo arrastraba hacia el cuarto, lo arrojaba sobre la cama.

"¡Te dije que no volvieras a hacer eso!" gritó su madre antes de cerrar la puerta con furia.

Cuando estuvo seguro de que su madre ya había regresado a la cocina, al otro lado del patio, se asomó a la ventana y observó la parra gris, el rectángulo de tierra donde crecían dos malvones y una planta de hojas grandes y brillantes que ahora estaban algo marchitas y de la que desconocía el nombre, la pistola de plástico y la pelota que había dejado contra la pared, la columna blanca que sostenía el techo de chapas de la galería, un caracol que avanzaba lento hacia la zona más húmeda dejando tras de sí una leve estela plateada, la escalera que llevaba a la terraza; en el cuarto hacía frío; el vidrio estaba frío; el parquet estaba frío; y sus manos, sus manos, sus manos; sus manos estaban frías también. En pocos minutos más comenzaría a ocultarse el sol. Apenas un haz amarillo se dibujaba sobre la pared medianera, detrás de la escalera. Pensó que le gustaría jugar al sol, en la terraza, pararse en la claraboya y observar, como un vigía en la torre de un fuerte, el enjambre de antenas y cables y copas de árboles que se extendían hasta dónde daban sus ojos. Las copas más altas eran la de los pinos del cementerio. ¿Por qué nunca le habían permitido entrar a ese cementerio? Había ido a esos otros que estaban en las afuera de la ciudad, donde estaban enterrados sus abuelos y los abuelos de sus padres, los viejos tíos, y los primos lejanos, donde el silencio crepitante acentuaba el canto de las aves y los yuyos crecían en las rajaduras de las tumbas más viejas, donde un musgo verde cubría las lozas de los nichos solitarios del sector de los judíos, al que se colaba siempre por entre unas rejas de la puerta que lo separaba del sector cristiano. En esa casona del fondo, le habían dicho alguna vez, le cortan el pelo y las uñas a los muertos; las uñas y el pelo de los muertos siguen creciendo durante mucho tiempo, y en esa casona del fondo era donde se los cortaban; y él pensaba, trataba de comprender, qué necesidad había de acicalar a un muerto; claro que por entonces no utilizaba palabras como acicalar, ni tampoco sabía que el semiderruido cementerio de los judíos era en verdad el sitio donde iban a parar las pupilas de los quilombos de Pichincha, los macró polacos; las fotos se iban poniendo amarilla en los bordes y blancas en el centro, en el rostro, los cristales rotos, las tapas rotas, las baldosas rotas, el silencio roto por el canto de las aves. ¿Por qué en los cementerios había ese tipo de aves que en los árboles de la ciudad no? En la cuadra de su casa había gorriones, muchos gorriones que parecían renacer cada vez que caía el sol, como ahora, que los oía desde el cuarto. ¿En todos los cementerios del mundo habría pájaros que en la ciudad no? Cómo saberlo, sólo conocía uno, y ése uno bien podía ser la excepción de toda regla. Y aquél otro, el de los pinos altos que veía desde la terraza, era un sitio prohibido. ¿Por qué? ¿Por qué? En la vereda de ese cementerio, cuya entrada principal daba al bulevar, aprendió a andar en bicicleta. Cada vez que pasaba por el gran portal enrejado, furtivo y fascinado espiaba hacia ese mundo, hacia esa gran plaza verde enclavada en el centro de la ciudad, un gran espacio con palomas blancas y bancos blancos y estatuas blancas, y casitas también blancas, todo era blanco allí adentro, hasta el tronco de los pinos. ¿Por qué? ¿Por qué no podía subir los cuatro escalones que daban al portal? ¿Por qué no podía investigar en el cementerio? ¿Por qué le impedían ver la foto de los muertos, leer sus nombres, respirar sus muertes, oír a las aves que cantaban allí? ¿Por qué su madre a veces lo veía jugar sin interrumpirlo, sin sacarlo bruscamente de su ensueño arrastrándolo al cuarto, arrojándolo a la cama, y otras le recriminaba hasta que hiciese ruido al respirar? ¿Por qué justo esa tarde, con ese frío, con esas ganas de sol, lo encerraban en el cuarto y allá arriba las antenas, las copas de los árboles, y allá a un par de cuadras el cementerio, los pinos, las casitas blancas, las aves cantando? Tuvo ganas de golpear el vidrio hasta quebrarlo en mil pedazos. Pero no lo hizo. No se atrevió. Quizás temió la reacción de su madre; quizá el hacerse daño con las astillas. No lo hizo y una vez más se resignó a esperar la noche recostado en la cama, mirando el cielo raso, pensando que la vida, su vida, no era justa, que afuera había otro mundo del cual él no participaba, que en unas horas llegaría su padre, cenarían y luego se irían a dormir, y un día más habría pasado, y él sin terraza, sin antenas, sin la copa de los árboles, un día desperdiciado porque a su madre se le había antojado levantarse de mal humor, sin el cementerio de troncos blancos y aves desconocidas.

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