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Jueves, 3 de febrero de 2011
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La isla de las vacas

Por Adrián Abonizio

Cruzábamos el brazo del Paraná que se mete como una cuña a la altura de Baigorria. Lo hacíamos empujados por la mirada de los adultos: había que cruzar, vadeándolo a nado y llegar hasta la otra orilla de juncales para ser un ganador. Entrábamos serios como quien va al matadero: los grandes, creían ver en nuestros gestos una rusticidad de muchachos cejijuntos ante una adversidad. No se daban cuanta que estábamos muertos de miedo y de asco.

El asco provenía de tener que atravesar un páramo de barro y yuyales, enterrándonos en ese lodo oscuro hasta las rodillas con la imposibilidad de ver bajo ese agua negra, a merced de las rayas, las palometas, los cadáveres temibles de cosas más temibles aún porque nadie las había visto, pero sabíamos que estaban ahí y que a veces la confundíamos con una rama seca un antebrazo podrido de ahogado , un nylon la babaza del feto de un surubí gigantesco , una pústula de espuma de celulosa los intestinos de algo macabro que había muerto debajo del agua para interponersenos en nuestro camino . Y ese miedo espeluznante de morir braceando, ahogados posteriormente a la mordedura atroz de ese ser del que ninguno hablaba pero que yacía inerte, aplastado en su cubil de hojas pútridas y que despertaba apenas sentía que el agua a su alrededor se enturbiaba por nuestra presencia.

Había que llegar nadando hasta la Isla de las Vacas. Superar todo eso y seríamos hombres definitivamente. Podríamos fumar, comer con los mayores, opinar e ignorar alguna pregunta incómoda, por lo general vinculadas a mujeres, salidas y triunfos nocturnos. Pero, ahora, como todos los veranos estábamos de nuevo ahí y nos estaban mirando y esperaban y se reían en silencio y sabían que sabíamos de nuestro espanto y gozaban, gozaban porque ellos, cuando jovencitos habían tenido que pasar por todo esto y se vengaban en nosotros. No hay peor cosa que un humillado humillando. Todos los veranos. Y cada vez que empezaba y nos ponían a prueba pensábamos que este iba a ser el último, que ya aprobaríamos, pero no, siempre había algún detalle, algún destino zodiacal y maldito que nos volvía en contra y debíamos esperar hasta el próximo verano para allí, tal vez, dejar la lidia imbécil esta de terror y sentarse sencillamente a pescar taruchas, a mear entre los irupés y sestear bajo los paraísos imaginando novias o dineros o viajes al Oriente.

El sol nos pegaba duro en la nuca: era el cenit perfecto. Yo desconocía esa palabra pero intuía que la hora elegida era la peor, la del sol a plomo, marcando el territorio de nuestras ofensas y nuestras cobardías. Michín fue el primero: apartó unos juncos y se metió de prepo, mirando para otro lado, como quien vomita. Le siguió Camejo, negro y gordo con malla azul de luchador que caminó entre el lodo con un pavor que daba lástima. Siguió Rubini, flaquito, el más asustadizo de todos, quien se deslizaba entre lo blanduzco mirando fijo hacia la otra orilla. Estaba serio pero podía largarse a llorar en un santiamén.

Era mi turno y me volví hacia el mirador de la casa de barro seco, pintado de Boca bajo su alero miraban los mayores, en la sombra del resguardo, vigilantes pasivos, ignorantes emperadores del Fracaso, de los suyos propios en sus vidas llanas. Como siempre que me enojaba, un dolor de venas apretadas y un zumbido se apoderaba de mi cabeza. Me empaqué en la orilla y solo un poco de areniza sucia osó tocarme el dedo gordo del pie. Me cruzé de brazos, me acomodé el sombrerito de paja que llevaba colgado del cuello y alenté a mis compañeros que estaban por el medio del riacho apareciendo y desapareciendp según el oleaje a que volviesen.

Algo disparó las voces bajo el alero: habían detectado un reo y desde aquella torreta ignominiosa empezarían a disparar, ya lo sabía.

¿Eh, que le pasa, flaquito?. Uno.

Tiene miedo la nenita? Otro.

Y más Che, que hay que ganarse el pan si no acá no se come...¿Tiene miedo?

El Tercero. Putíiiin, putincito....¿Tiene miedo al cuco del agua? Me puse a mear pero el chorro no me salía, me latía el corazoncito turbio bajo la tetilla izquierda. Para encontrarme con mis compañeros que ya habrían llegado al otro lado donde una canoa atada los esperaba para regresar a la orilla completando el rito de iniciación debía atravesar el caminito reseco frente a la casa del alero. Fui caminando despacio para no pincharme con nada: estaba descalzo y el sol era plomo fundido. Pero aguanté. Enfrente en la otra orilla los tres saltaban dando gritos de alegría mirando el contorno de su terror dejado atrás y festejaban. Por la escalera de troncos descendió al que le decíamos el Embarcado porque lucía el tatuaje de un sirena que se movía con sus músculos. Me agarró del brazo, solo me miró. Decían sus ojos: ¿Pero quién te crees que sos? ¿Distinto? !Todos debimos pasar por esto y vos sos una mierdita que te crées diferente!

Yo, además, le había ganado al ping pong, cuando el repetía que había sido campeon de no sé donde y aquella tarde, sin querer lo había humillado. Ahora me tenía sujeto, diciéndome más cosas difíciles de imaginar con sus ojos, verdecitos, de un color lavado. Yo también lo miraba y sentía que mis plantas se incendiaban. Podía aguantar, sabía aguantar, algo me sujetaba por el cuello y hacía fuerzas para no quejarme. Al fin, despacio, por lo bajo le susurré; fue como un maullar que pedía por favor y a la vez exigía: Dejame, no sos nadie, todos saben que vos no vales nada... todos lo saben...no servís para nada...por eso te dejaron solo...

Un instante de fuego y ausencia de audición. Miró su brazo apretando el mío y lo dejó caer. Mi frase se correspondía con la leyenda de marido abandonado por una cabaretera quien huyera de la casa de pasillo y lo sumiera en lo que era: una nada de alcohol. La Nada, entonces era quien me había tomado el brazo por ende, la Nada no llevaba peligro. Vi sus hombros yéndose y a medida que recuperaba los oídos tomé dimension de mi fechoría emocional.

Los pibes volvieron en la canoa. Almorzamos. Los festejaron. A mi me obviaron. Cuando nadie me vio, fui hasta la parilla y le serví al Marinero una buena tira de asado y el vaso más helado de vino que pude conseguir.

Mucho tiempo despues entendí que eso también era hacerse hombre.

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