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Miércoles, 16 de febrero de 2011
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La iniciación del agua

Por Adrián Abonizio

Ahora mismo me está llegando el correo: fotografías de una costa de mar en la isla Feroe, Dinamarca, cubierta de sangre con jóvenes empeñosos con sus ganchos, carneando delfines Calderones, negros y pacíficos. Lo hacen todos los años para que los jóvenes entren al mundo adulto. Los delfines se acercan como gesto de amistad y son alcanzados por los ganchos. No mueren al instante y agonizan entre su propia sangre. El cuadro los muestra con cortes profundos ante una multitud que se acerca desde los médanos para contemplar ese rito de iniciación. Pienso en los nuestros, cuando éramos jovencitos como aquellos, pero no había mar, no éramos rubios y no había grandes presas para degollar: las hubiésemos decapitado, qué duda cabe.

Los ritos de iniciación no estaban determinados en el calendario pero incluían la pesca. Ibamos entonces en una canoa a remo para adentrarnos en el gran río frente al Espinillo, atravesando el canal por donde arrasan de espuma los tremendos buques y lo hermoso y lo siniestro conviven bajo el sol de fuego y el olor a carnada, a sudor y a maderas rancias. Se lo atravesaba de lado cortando la correntada fiera a puro empeño y acabábamos con llagas en las manos y las piernas acalambradas. Algunas veces llegábamos a Entre Ríos y otras desistíamos sin fortuna, resignándonos a que ese día el Dios Río nos era adverso y nos conformaríamos con vadear y volver a la islita frente a Baigorria, desde donde, a la sombra de unos cipreses, preparábamos las líneas. Caracol o masa para la boga, diablitos, mojarras, carnaza para el dorado, corazón o cascarudo para el surubí. Sensación de un todo y un enigma a resolverse. ¿Picarán? ¿Tendremos paciencia? ¿Regresaríamos con la canoa ensangrentada y escamosa de los cadáveres ahuecados en el fondo? Quién sabe.

Alguien extrajo los Colorados y fumamos, bajo el viento oeste que arrancaba calores inauditos y una perpetua luz de níquel derretido sobre las cabezas. Mario fue a mear y regresó a los saltos con la noticia: allí en un claro, en una hamaca dormía la Marcela, la puta isleña más renombrada. La había visto porque aleteó su mano espantando alguna mosca y entonces descubrió el bulto de pieles, la comida, su ropa en un horcón alto secándose de la humedad. Se había estado bañando desnuda y ahora se dormía entre la espesura, dueña de su alma, con la tetas grandes y negras echadas de lado, tal como ahora la estábamos espiando.

Durante mucho habíamos soñado con una sirena: cuando desde la lancha intentábamos arponear algo a la bartola deseábamos que nuestro bichero no coincidiera en modo alguna con el lomo de alguna de esas bellezas que sabíamos vivían en lo hondo. Ahora la Marcela, la puta más venerada, estaba ahí a veinte metros, los ojos cerrados, las tetas prodigiosas. Era grandota pero tenía dos años más que nosotros. La sirena. Fue tal nuestra emoción y voluntad en espiarla que se despertó y sin sobresaltos nos miró de frente a los ojos. Retrocedimos y se rió. Antonioni, ducho en las lides, agitó una mano. Instintivamente giré la cabeza avergonzado y distinguí la caña que habíamos enarcado en el jacarandá dando cabezazos. Pegué un salto para llegar y evitar que lo que había picado se la llevara.

Me lastimé al subir y empecé a recoger, lentamente, con riesgo de caer de un planchazo sobre la canoa que cabeceaba debajo bien atada, pero como borracha por el oleaje. Alcé como pude y un cachorro de surubí pesado como una bolsa de portland empezó a emerger del agua oscura. Pedí ayuda y sólo volvió Ansaldi murmurando para no espantar lo que estaba sucediendo en lo oscuro de la islita: "Se está dejando con Luisito y con Antonioni". "¿A la vez?", retruqué yo que no sabía lo que contestaba porque me latía el corazón por el esfuerzo y la emoción de estar levantando un bicho que ya daba cabezazos en la canoa y hasta metía ruido. Eso atestiguaba el peso. "Doce kilos", dije yo sin aire mirándolo debatirse. No podía hablar. "Yo ya vengo", oí a la vez que de un salto Antonioni y Luisito se abrazaban al pez arrastrándolo a la orilla y dando leves gritos empezaban a despenarlo con golpes de maza en la cabezota.

La tierra en esa parte era dura y ennegrecida. Lo abrimos, vimos su tripas que eran un cuadro viscoso de colores, las tiramos lejos y lo colgamos de una soga por la boca a la sombra: nos metimos en la orilla que allí era clara y nos lavamos todo el cuerpo, ensangrentados, oliendo a pescado. "Este olor es de ella", dijo Antonioni y se chocaron los nudillos con Luisito. En ese momento regresó Ansaldi con los ojos abiertos y moviendo en silencio los puños cerrados, como festejando un gol. Nos tomó por los hombros. Deslizó su dedo bajo mi nariz. "Olé, olé". Pero lo empujé. Estaba desnudo y todavía llevaba el pito duro. Ese era nuestro rito, nuestra aurora boreal de la isla caliente fagocitados por un planeta altivo y moreno que nos enceguecía y enseñaba cosas secretas sobre la muerte y sus afluentes, sobre el más allá que era el mas acá, en esta tierra feliz de olores, de sangre, de amor y de comida.

Llevé a la Marcela una jarra de agua helada que conservábamos, mientras que detrás mío sentía quebrarse las ramas más secas señal del fuego inminente. Cenaríamos allí, antes de los mosquitos y la lluvia que se anunció de repente, mientras Marcela bebía del jarro volcándose el resto sobre su vientre y sus tetas con perlitas de sudor, entre las hojas sanas y un mantón en el piso, mientras me llamaba y lejos de ver y oler sangre sentía el poderoso enigma del perfume de selva y vi ante mi abrirse ese ópalo rosa que habría de ser la marca que se dejaba ver para algunos y era el sello distintivo de las sirenas negras.

Lejos, sobre el universo que anochecía, cayó un trueno.

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