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Jueves, 24 de febrero de 2011
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El indigno

Por Víctor Zenobi

Nos encontramos caminando por la plaza y se detuvo a charlar porque me había visto una o dos veces en compañía de una de sus amigas. Yo no andaba bien, mi mujer me había abandonado y yo acepté, con dolor por supuesto, que ella iba encontrando su camino. Una tarde de agosto, después de una sesión sicoanalítica, me refirió sin reparos que le gustaba otro hombre y que comprendía que no tenía mucho que ver con la poesía. "No puedo vivir de poesías", me dijo. Yo en cambio sentía que mi vida no era tolerable sin ellas. La tarde de esa declaración llovió y en la habitación de una pensión que teníamos con mi amigo Marcelo, puse "Tiempo de lluvias", comprendiendo que pasase lo que pasase, yo superaría el dolor y no volvería, aun si se presentase nuevamente una oportunidad, tal como suele suceder con muchas parejas que fracasan. No volvería, a pesar de que los días subsiguientes fueran angustiantes y la sensación predominante que me recostaba era la de no despertar.

Sin embargo, la tarde de un domingo salí a caminar por Córdoba para sentir la marejada de gente; iba hacia el río y me detuve en la plaza. Sentada en un banco, Elena estaba esperando, según dijo, a un joven que no tardó en llegar. Me había visto una o dos veces, con una de sus amigas y más tarde me confesó que creía que ambos habíamos tenido alguna aventura. Cuando el joven llegó, dije: "Yo me voy, no quiero incomodarlos". No llegué a la esquina cuando Elena sonriendo me alcanzó y me dijo que prefería seguir conmigo.

Su belleza excesiva podía encandilar, pero yo tenía muy poco que decir. Se sonrió y seguimos hasta la empalizada del puerto. De inmediato sentí que no era el tipo de hombre que puede atraer la atención de mujeres como ella; insinué algo al respecto y ella, en un gesto insólito, se sacó un anillo y pidiendo que ambos formuláramos un deseo mutuo, lo tiró al río para cumplirlo. Nunca aclaró si esperaba que yo me inmutara; no lo hice y creo que la sorpresa desbordó su mirada.

En algún momento, después de una inquieta obertura de silencio, dije unos versos órficos: "Como hacia el vasto mar confluyen los ríos, en el seno de eternas profundidades, emerges tú". Elena se recostó sobre mi hombro resarciendo una antigua tibieza que yo había olvidado y Aldebarán se hizo nítido en el cielo al mitigar la misteriosa constelación de los astros, mientras la noche se extendía sobre el río como un conjuro de grave silencio que se resolvía en una espera colmada de indefinida infinitud. Cíclico y oracular sobre el fondo, el rostro de Elena cobraba múltiples versiones para las cuales yo no lograba consistencia, desdoblando un anhelo plagado de mil vicisitudes pasadas y por venir. Después de unas horas, sin necesidad de que mediasen palabras nos encaminamos hacia mi habitación. Esa fue la primera madrugada que no hice ningún esfuerzo para volver a dormir; sabía que Elena no era, no sería para mí, pero entretanto, yo me asomaba a la ascensión y al retorno de una certeza.

Ese sábado, quedamos en vernos. Yo quise espaciar el encuentro porque me acosaba la idea displicente de que su interés pronto acabaría... pero ella fue más ágil que yo, más ágil y más convincente y más intensa en la vivencia. Nuestra segunda vez se llenó de confidencias; creí comprender que al comentar mi historia probablemente ella desertaría, como si yo diese por sentado que lo suyo se trataba de un empecinamiento. No fue así, y supe que su historia abarcaba un amor contrariado, una relación reciente que se entretejía irradiando resabios de una pasión exultante, difícil de contrariar. No sé bien, ahora, cuánto tiempo pasó bajo la clamorosa fluencia de su influjo. El mundo había vuelto a ser un paradigma de la afección y me sentí destinado a las vivencias que alguna vez me suscitaron los libros, sólo que los hechos suelen ser suficientes y sin percatarme, durante un tiempo, me sentí alejado, envuelto en las coordenadas de un tiempo que me amarraba a la materialidad del instante. Por supuesto, lo real se quebró, no fue como se suele suponer de un modo grave, no.

Fue cuando un joven se me acercó sin disimular su desconsuelo. No omitió ningún rasgo patético, me dijo entre otras palabras que su amor por Elena era desesperado. Bajo la vivencia de su estado y de sus palabras, yo comprendí que él era más digno del amor de Elena que yo, y sin esfuerzo respeté su desconsuelo y el grado extremo de su pasión. Yo no rozaba siquiera la vivencia intensa que él profesaba. Por supuesto, no tiene sentido que comente los pormenores de nuestra conversación, sólo mencionaré que le dije el lugar y la hora donde Elena me esperaría. Súbitamente, rodeado de un impulso pródigamente humano, había decidido no ir, pero me encontré siguiéndolo hacia el lugar conservando una cierta distancia con la idea de observar el momento del encuentro; a medida que pasaban los minutos un sabor agridulce ya me impulsaba a correr gritando el nombre de Elena, cuando vi que ambos se daban a caminar por la explanada del parque. Tuve la impresión de observar a una pareja originaria, encerrada en mi ensueño, que desdoblaba la absurda transparencia de mi vida y el último quebranto de una imagen que consumaba mi destino. Sentí que después de mucho tiempo, mucho tiempo, el mundo volvía a dolerme y a través de la hiancia algo oscuro e incierto, pero ancestral y poderoso, volvía a ser mío. Volvía a sentir la belleza brutal del desamparo que nace y renace en la tristeza para surcar al mundo de palabras, dispersas sobre la desventura que es arrojada sin saber por qué sobre todo lo humano. Me dejé adentrar casi inmóvil, anegado en el fondo de la noche profunda y oscura que se extendía en incognoscible fatalidad. Y de ella misma, inmóvilmente lenta, remontando el vacío, ascendía como una tempestad la amenaza de lo no sucedido, dispersa en las esferas para rozar con el leve murmullo de una cadencia incomprensible, la inhóspita extrañeza de la muerte, que ahora podía arropar a mi costado.

No volví a ver a Elena. Uno o dos años después, supe que había muerto en un accidente de auto. Fui hasta la empalizada de la fluvial, recordando unos versos de Rilke que parecieron merodear esa noche, donde nos despedimos sin decirnos adiós: "Adelántate a toda despedida, cual si estuviera tras de ti, como el invierno que ahora mismo muere, pues entre todos los inviernos, hay uno tan sin fin, que pasándolo...".

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