Nos encontramos caminando por la plaza y se detuvo a charlar porque me habÃa visto una o dos veces en compañÃa de una de sus amigas. Yo no andaba bien, mi mujer me habÃa abandonado y yo acepté, con dolor por supuesto, que ella iba encontrando su camino. Una tarde de agosto, después de una sesión sicoanalÃtica, me refirió sin reparos que le gustaba otro hombre y que comprendÃa que no tenÃa mucho que ver con la poesÃa. "No puedo vivir de poesÃas", me dijo. Yo en cambio sentÃa que mi vida no era tolerable sin ellas. La tarde de esa declaración llovió y en la habitación de una pensión que tenÃamos con mi amigo Marcelo, puse "Tiempo de lluvias", comprendiendo que pasase lo que pasase, yo superarÃa el dolor y no volverÃa, aun si se presentase nuevamente una oportunidad, tal como suele suceder con muchas parejas que fracasan. No volverÃa, a pesar de que los dÃas subsiguientes fueran angustiantes y la sensación predominante que me recostaba era la de no despertar.
Sin embargo, la tarde de un domingo salà a caminar por Córdoba para sentir la marejada de gente; iba hacia el rÃo y me detuve en la plaza. Sentada en un banco, Elena estaba esperando, según dijo, a un joven que no tardó en llegar. Me habÃa visto una o dos veces, con una de sus amigas y más tarde me confesó que creÃa que ambos habÃamos tenido alguna aventura. Cuando el joven llegó, dije: "Yo me voy, no quiero incomodarlos". No llegué a la esquina cuando Elena sonriendo me alcanzó y me dijo que preferÃa seguir conmigo.
Su belleza excesiva podÃa encandilar, pero yo tenÃa muy poco que decir. Se sonrió y seguimos hasta la empalizada del puerto. De inmediato sentà que no era el tipo de hombre que puede atraer la atención de mujeres como ella; insinué algo al respecto y ella, en un gesto insólito, se sacó un anillo y pidiendo que ambos formuláramos un deseo mutuo, lo tiró al rÃo para cumplirlo. Nunca aclaró si esperaba que yo me inmutara; no lo hice y creo que la sorpresa desbordó su mirada.
En algún momento, después de una inquieta obertura de silencio, dije unos versos órficos: "Como hacia el vasto mar confluyen los rÃos, en el seno de eternas profundidades, emerges tú". Elena se recostó sobre mi hombro resarciendo una antigua tibieza que yo habÃa olvidado y Aldebarán se hizo nÃtido en el cielo al mitigar la misteriosa constelación de los astros, mientras la noche se extendÃa sobre el rÃo como un conjuro de grave silencio que se resolvÃa en una espera colmada de indefinida infinitud. CÃclico y oracular sobre el fondo, el rostro de Elena cobraba múltiples versiones para las cuales yo no lograba consistencia, desdoblando un anhelo plagado de mil vicisitudes pasadas y por venir. Después de unas horas, sin necesidad de que mediasen palabras nos encaminamos hacia mi habitación. Esa fue la primera madrugada que no hice ningún esfuerzo para volver a dormir; sabÃa que Elena no era, no serÃa para mÃ, pero entretanto, yo me asomaba a la ascensión y al retorno de una certeza.
Ese sábado, quedamos en vernos. Yo quise espaciar el encuentro porque me acosaba la idea displicente de que su interés pronto acabarÃa... pero ella fue más ágil que yo, más ágil y más convincente y más intensa en la vivencia. Nuestra segunda vez se llenó de confidencias; creà comprender que al comentar mi historia probablemente ella desertarÃa, como si yo diese por sentado que lo suyo se trataba de un empecinamiento. No fue asÃ, y supe que su historia abarcaba un amor contrariado, una relación reciente que se entretejÃa irradiando resabios de una pasión exultante, difÃcil de contrariar. No sé bien, ahora, cuánto tiempo pasó bajo la clamorosa fluencia de su influjo. El mundo habÃa vuelto a ser un paradigma de la afección y me sentà destinado a las vivencias que alguna vez me suscitaron los libros, sólo que los hechos suelen ser suficientes y sin percatarme, durante un tiempo, me sentà alejado, envuelto en las coordenadas de un tiempo que me amarraba a la materialidad del instante. Por supuesto, lo real se quebró, no fue como se suele suponer de un modo grave, no.
Fue cuando un joven se me acercó sin disimular su desconsuelo. No omitió ningún rasgo patético, me dijo entre otras palabras que su amor por Elena era desesperado. Bajo la vivencia de su estado y de sus palabras, yo comprendà que él era más digno del amor de Elena que yo, y sin esfuerzo respeté su desconsuelo y el grado extremo de su pasión. Yo no rozaba siquiera la vivencia intensa que él profesaba. Por supuesto, no tiene sentido que comente los pormenores de nuestra conversación, sólo mencionaré que le dije el lugar y la hora donde Elena me esperarÃa. Súbitamente, rodeado de un impulso pródigamente humano, habÃa decidido no ir, pero me encontré siguiéndolo hacia el lugar conservando una cierta distancia con la idea de observar el momento del encuentro; a medida que pasaban los minutos un sabor agridulce ya me impulsaba a correr gritando el nombre de Elena, cuando vi que ambos se daban a caminar por la explanada del parque. Tuve la impresión de observar a una pareja originaria, encerrada en mi ensueño, que desdoblaba la absurda transparencia de mi vida y el último quebranto de una imagen que consumaba mi destino. Sentà que después de mucho tiempo, mucho tiempo, el mundo volvÃa a dolerme y a través de la hiancia algo oscuro e incierto, pero ancestral y poderoso, volvÃa a ser mÃo. VolvÃa a sentir la belleza brutal del desamparo que nace y renace en la tristeza para surcar al mundo de palabras, dispersas sobre la desventura que es arrojada sin saber por qué sobre todo lo humano. Me dejé adentrar casi inmóvil, anegado en el fondo de la noche profunda y oscura que se extendÃa en incognoscible fatalidad. Y de ella misma, inmóvilmente lenta, remontando el vacÃo, ascendÃa como una tempestad la amenaza de lo no sucedido, dispersa en las esferas para rozar con el leve murmullo de una cadencia incomprensible, la inhóspita extrañeza de la muerte, que ahora podÃa arropar a mi costado.
No volvà a ver a Elena. Uno o dos años después, supe que habÃa muerto en un accidente de auto. Fui hasta la empalizada de la fluvial, recordando unos versos de Rilke que parecieron merodear esa noche, donde nos despedimos sin decirnos adiós: "Adelántate a toda despedida, cual si estuviera tras de ti, como el invierno que ahora mismo muere, pues entre todos los inviernos, hay uno tan sin fin, que pasándolo...".
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