Eran Cichina, La Ubre y Amancia hermanas de un mismo tropel de familia polaca, cuyos padres habÃanlas abandonado en pompas fúnebres dolorosas, dejándolas a la deriva, solteras en la gran casa rosa y gris del pasaje que terminaba en las vÃas y el depósito de vinos, la fábrica elemental y monstruosa que olÃa a fermentos de alcoholes rancios. Con ellas vivÃa Marcianita, hija de algún tÃo que la dejara viviendo con ellas: su nombre quizás era Isabelina o algo asà pero ella mismo adoptó el apodo, gracias a una canción que nombraba Marcianita, Marcianita, machacante y zon-za. Pero ella, quizás se sabÃa intergaláctica, loca cuerda en ese mundo de viejas chotas ,amargadas, llenas de enfermedades, várices y pesadillas de aparecidos que regresaban de las estepas rusas, de la guerra primera, convertidos en espectros que anidaban en los techos altos de chapas, en los fondos del gallinero, bajo sus camastros de ballenas, donde no faltaba la chata y un gato barcino, gordo, capado y de mal carácter. Entrábamos a esa casa sin cerradura merced a que Marcianita nos dejaba la puerta abierta para que la visitáramos, para que alguno la arremetiera por debajo de la pollerita azul diabólico que usaba, pintada los labios, ya los bucles con la planchita, ya los pechitos puntudos metidos en el armazón de los primeros corpiños que se sacaba con facilidad y garantÃa en su pieza, allá en la altura de una galerÃa por la que se accedÃa con una escalera caracol, a salvo de miradas indiscretas. Los pibes Ãbamos a visitarla porque Marcianita era perfecta: un pibe más, feucha pero con piernas abiertas y bombachas de seda, musica de ópera que ponÃa en un winco, mientras la siesta corrÃa languida y según el afortunado, podrÃamos desde su pieza minarete, sentirnos grandes, vertidores de polvos, hombres recios y amigos ya de una mujer, la piba más fea pero hermosura plena porque era consciente que su encanto provenÃa de su rareza, quien nos enseñó a bailar rock and roll o nos dejaba dormir en su cama alta, repleta de muñecas de nácar y piedras fosforescentes que ella confeccionaba para pulseras. Las extraÃa de un arcón que las viejas zonzas guardaban en algún lugar de la casa y que les preveÃa de alimento: era sabido que cuando precisaban dinero y la pensión del tÃo lejano no alcanzaba para pagar cuentas, acudÃan a la liquidación de alguna alhaja, siempre eternas como una ristra de diamantes. Esa tarde el calor era impensado: Marcianita yacÃa desnuda abanicándose en la cama y tenÃa uno de esos dÃas de malhumor donde se aconsejaba no hablarle. Solo se calmaba con atropelladas en su sexo, si es que concedÃa o con chistes obscenos, inocentes, canciones de murga que nosotros, los machitos cabrÃos le traÃamos hasta su reino de duquesa en el exilio, de puta joven cargada de pedrerÃa y lujos orientales. Estaba -digo- con ella, yo mismo desnudo, cuando saltó de repente. Me duele la cabeza, che pelotudo, hagamos algo para parar este calor, venà bajemos. Las viejas dormÃan su letargo de mortajas en sus pupas ancianas bajo las aspas de un ventilador negro y tan antiguo como un caballo de tiro. Marcianita fue al fondo, un piso violeta con azulejos de Florencia donde habÃa una pequeña piletita con un grifo dragón. Lo abrió y se dejó estar invitándome a quedarnos bajo el chorro. Estábamos desnudos y se lo recordé. "¿Tenes miedo, boludo? Las viejas toman pastillas para caballos y no se levantan hasta la noche, venga, venga mi machito y me atrajo entre sus piernas bajo el agua helada y el sol que se rompÃa en reflejos sobre la corriente. Hicimos el amor allà mismo, acicateados por la novedad y luego, entresoñados, con plantas de vides en las cabezas para protegernos del sol siestero nos quedamos profundamente dormidos.
Los timbrazos en la puerta nos despertaron y contra todos los pronósticos a la viejas también: el agua, en hectolitros se habÃa filtrado bajo la puerta de calle y algún vecino preocupado empezó a darle al botón. Las viejas en sus camisones comprendieron el vértigo del agua que por ser sus dormitorios en bajante, habÃa entrado a chorros.Y empezaron a salir gritando, enloquecidas, drogadas de pÃldoras y de miedo porque vaya a saberse que imaginaron: que las estepas de sus ancestros se iban descongelando, que empezaba el fin del mundo, los deshielos y los castigos divinos. Amacia apareció en pelotas casi, la Ubre arastraba las chinelas puestas al revés con el gato en la mano y la Chichina que giraba en cÃrculos sin entender lo que estaba sucediendo. Marcianita no podÃa parar con las risotadas, se meó encima y con un pase de magia cerró el chorro, me empujó hacia su altillo y desde allà oteamos el espectáculo. De circo: los vecinos se habÃan metido creyendo una catástrofe, los cuadros flotaban en el agua y visto desde la altura parecÃa aquello una laguna espejada con gente espantada como ganado. Marcianita se tapaba con un toallón puesto en su boca para no delatar su risa. Alguien la llamó y se serenó asomándose, puso cara de dormida asegurando que estaba bien y que no sabÃa que estaba sucediendo. Luego, para festejar, puso Vivaldi, me secó con un toallón, me dió un empujoncito para que cayera en su cama.
Este es el dÃa inolvidable en que se inundó la casa de las locas. Y metió su cabeza entre mis brazos y dijo aquello de que los idiotas y los locos como nosotros siempre estarÃamos juntos, para siempre, para siempre.
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