No me dá buenos resultados, no me los ha dado y quizás no me los dé, pero no conozco otra forma de seguir viviendo que no sea con honestidad para con mis convicciones, pocos comentarios y sucesivas y diversas lealtades. Mi recuerdo del miércoles 24 de Marzo del 76, entonces, no es muy distinto al de otros dÃas del final de esa Argentina que hubo antes. Presidida por el miedo estaba mi vida y cómo será que sigo viviendo si otros han muerto, pero a la hora de comentar, la verdad, no era exactamente un combatiente yo, que tenÃa entonces de edad 18 años, dos meses y cuatro dÃas y desde 1972 me habÃa movilizado junto a muchos otros por la justicia, la equidad y un mundo quizás mejor, cosas con las que estuvimos especialmente ilusionados en 1973 cuando ganamos las primeras elecciones libres en dieciocho años.
TenÃa, porque me lo habÃa regalado mi ex compañera, una botella de una especie de cognac español, de las pocas cosas interesantes que habÃa dejado su viaje, medio huÃda, medio paseo, medio distancia puesta por el terror después de haber estado presa por repartir volantes llamando a la insurrección, la justicia u otra cosa de esas que tenÃan tan buena prensa entre nosotros aquellos dÃas. No sabÃa, no imaginaba, no hubiera sospechado, no pensaba realmente, no creÃa, tal era mi ingenuidad, la atroz cosa que se venÃa, la ferocidad sin lÃmite, la noche oscura, el saqueo, la expoliación, el dolor que no tiene fin.
El paseo con fines intimidatorios de soldados, fusiles, jeeps, tanques y otros objetos simbólicos del aparato militar del estado en forma independiente de la voluntad de la gente que vivÃa en la Argentina sin votar era cosa de todos los dÃas para mà que nacà después de 1955 y no era algo notable; sà vÃ, cuando por la mañana del 24 salà a pasear, unos camiones quien sabe mudando allanando o exterminando el local que el Partido Comunista tenÃa en Mitre y Córdoba, al lado de la farmacia Puiggari. Anduve todo el dÃa por la ciudad hurgándola, capaz que para conjurar el miedo; no te paraban, no te interrogaban, no se veÃa mucha cosa anormal, parecÃa un poco un feriado: colectivos habÃan, y además, o quien sabe a causa de lo que pasaba, me sentà muy solo.
Ya hacÃa biempo que me habÃan expulsado de la agrupación por no compartir la lucha armada como estrategia del momento, pero los jóvenes en general y todos los militantes de superficie más o menos conocidos -y yo sufro mi popularidad desde muy joven- eramos blanco de una virtual amenaza: ¿hasta dónde llegarÃa la acción contra la subversión? ¿basta con quedarse callado, es necesario clandestinizarse, hay que cortarse el pelo y ponerse corbata? ¿la indiferencia es punible? ¿qué tan subversivo se puede parecer? ¿por sus frutos los conocereis? ¿y si me mudara a Nueva York, a Helsinski, a Catamarca? Estas y otras preguntas me rondan todavÃa el alma.
Reflexionando sobre este dÃa después, ya en la cárcel, sobreviviendo la tortura y cubriéndome del frÃo con las dos únicas mudas de ropa permitidas en Coronda, me acordé, como aún recuerdo ahora, de las bondades de la botella que mi compañera habÃa sabido regalarme y que abrà para beber solo esa noche del 24 de marzo mientras escuchaba la radio. Tal vez ese momento y otro instante fugaz y repetido ya en mis dÃas de madurez en este siglo justifiquen todo lo sufrido -y también las dudas- por seguir viviendo.
Otras cosas aún no las entiendo: no entiendo esta desenfrenada crueldad que se desbocó ese dÃa, ni alcanzo a entender la afirmación que escuché esa noche por Radio Moscú explicando que en la Argentina habÃa habido un golpe de estado "muy esperado por el pueblo todo" y tal vez no me alcancen otros treinta años para mitigar el asco, el dolor, la indignación, la argentinidad, la amarga alegrÃa de tener una voz para seguir escribiendo.
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