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Sábado, 26 de marzo de 2011
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Las ciudadanas comunes

Por Miriam Cairo
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En apariencia unas y otras se parecen. Nada más que el fugaz desvío o borroneo del rouge, las diferencia. Nada más que el pedregoso rimel haciendo peso en el pupilar del párpado, las distingue. En apariencia, unas y otras usan hebillas de carey. Unas y otras se cubren con una red molecular de tules. Unas y otras respiran. Unas y otras se duchan. Unas y otras mueren.

Pero más sustanciales son los rasgos que las diferencian. Mientras unas conocen los nombres de las estrellas que no tienen nombre, otras las deshabitan.

Turbias son las rayas de las que nacieron peinadas y semovientes las líneas de las que nacieron tempestuosas. Unas son un lugar y otras son un espacio. Unas tienen órganos y otras tienen cuerpo. Y no hablemos del cuerpo estacionado en el lugar del trabajo, depositado en el sitio de los muebles, distraído en los paseos de domingo. No hablemos del cuerpo inerte, planchado, embutido, previsible. Hablemos del cuerpo vivo. Del cuerpo propio. El intransferible. El relumbrado. El cuerpo hambriento, sediento, despierto, sensible. El cuerpo creativo, iluminador, metafórico. Hablemos de sus regiones. De la urdiembre. De la memoria.

Para los hombres y mujeres que gobiernan el mundo, el cuerpo no es más una cárcel de huesos. Una estatua que se pule, se rellena, se apoltrona. Un reservorio ensañado donde la humanidad se reproduce. Pero las ciudadanas comunes, que enchastran el cisne con Nivea, que ríen ante el vericueto del orín en las sábanas púrpuras, saben que su cuerpo no es una oruga. Que su cuerpo no es una princesa ahogada en el estanque. A diferencia de los hombres y mujeres que gobiernan el mundo, las ciudadanas comunes suben a las naves que los dioses temen.

Los hombres y las mujeres que gobiernan el mundo hacen las cosas a su modo. Y su modo de hacer las cosas, es el mejor modo del mundo. Si sus mujeres labran el campo de la memoria con las uñas de los muertos, es aconsejable que las ciudadanas comunes labren el campo de su memoria con las uñas de los muertos. Si sus mujeres se abstienen veintinueve días al mes, es aconsejable que las ciudadanas comunes procuren abstenerse. Del mismo modo, los hombres que hacen pipí parados y gobiernan el mundo, hacen sus hazañas como misioneros, por consiguiente es recomendable que las ciudadanas comunes se den por satisfechas con todas sus misiones.

Pero afirmar esto no es más que mera estadística. Conteo de votos. Matrícula de universidades. Nómina de obreros. Inventario de cárceles. Listado de autores. Registro de visitantes ilustres. Orden de llegada. Aritmética de la dominación. Esto no alcanza para convencer a las ciudadanas comunes. No es suficiente para que ellas pierdan la memoria aceitunada, taponen los orificios acuosos, escurran las parafilias salivares, proscriban sus ensoñaciones.

Sin embargo, una ciudadana común que se pasa la vida huyendo de los hombres que gobiernan el mundo, de pronto puede descubrir al hombre que gobierna el mundo en su propia casa. Una mañana cualquiera, desde la ventana lo puede ver atravesar penosamente el patio, con sus dos piernas sostenidas por sus pantalones.

A una ciudadana común, que se enciende con otros fuegos, le cuesta percibir lo irremediable: la entrada de un hombre que gobierna el mundo es, ni más ni menos, que la entrada de un misionero. Y una ciudadana común que mira, no sin nostalgia, el propio cuerpo, revisa en un instante el borrador de todos sus sueños, mientras el hombre que gobierna el mundo forcejea la cerradura para entrar. Dato insoslayable el forcejeo, porque la cerradura de una ciudadana común es un instrumento que requiere más arte que exactitud. El cerrojo de una ciudadana común es un orificio delicado y peligroso. Tanto se esfuerza el hombre que gobierna el mundo por cumplir su misión que la ciudadana común teme, de pronto, que el hombre caiga muerto en el intento. Pero el hombre por fin hace entrar la llave, da dos vueltas y cae en la cama rendido.

La humanidad de una ciudadana común va más allá de lo que cualquier mujer que gobierne el mundo haya imaginado. Al verlo exhausto en la cama, la ciudadana común nota, en un acto fraterno, que ese hombre se parece a los gerentes de marketing, a los votantes felices, a los farmacéuticos humanizados.

Y una ciudadana común puede inclinarse sobre el cadáver para que el cadáver la escuche. Pero mientras se acerca, puede no decir una sola palabra, porque las ciudadanas comunes son misericordiosas. No usan el poder de la palabra sobre los hombres y las mujeres que gobiernan el mundo. Tampoco le piden peras al olmo, ni beso negro al misionero blanco, porque una ciudadana común tiene lleno de aprendizajes el cerebro.

Una ciudadana común no quiere hombres que gobiernen el mundo. A ellos los quieren las mujeres que gobiernan el mundo, que lo pueblan con niños y niñas que más tarde seguirán gobernando el mundo. Los hombres que gobiernan el mundo conquistarán la Tierra, ganarán las elecciones, entrarán en sus hogares con el pie derecho y se desplomarán después de dos vueltas de llave, pero no encenderán jamás la luz interdicta de las ciudadanas comunes.

Una ciudadana común sólo quiere ciudadanos comunes.

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